Pablo Mejía


No puedo acostumbrarme a que ahora los papás se encarten cuando sus hijos salen a vacaciones, debido a que los enloquecen con sus llamadas a la oficina a quejarse porque no tienen nada para hacer. Entonces les inventan programas, entretenciones, les invitan amiguitos y demás distracciones, pero a ellos nada les gusta y la demanda sigue vigente. Ya mayorcitos, los zambos no se conforman con irse para la finca o salir de campamento a pescar, sino que arman paseo con los amigos para Cartagena, Buenos Aires o Nueva York. Y los vástagos presionan y exigen, porque saben que nada mortifica más a sus padres que verlos encerrados durante semanas pegados al televisor y demás aparatos electrónicos.
Muy diferente a nuestra época cuando la salida a vacaciones era una fiesta para todos. Los mayores porque no tenían que preocuparse porque hiciéramos las tareas, nada de comprar cartulinas, pegantes, vinilos o lápices de colores, se acababan las peleas por el madrugón diario y al menos durante dos meses no llamaban del colegio a poner quejas. Y para nosotros era la fecha más esperada del año, pues no volvíamos a entrar a la casa sino a comer, al baño (para lo grande, porque orinábamos en cualquier muro) o por alguna emergencia.
Los primeros años pasábamos las vacaciones en la finca familiar, pero a cierta edad preferimos quedarnos en el barrio porque teníamos buen combo de amigos y las entretenciones eran muchas. El incipiente barrio La Camelia ofrecía variados atractivos por estar alejado de la ciudad y además disponíamos de grandes espacios en los alrededores (hoy Bajo Palermo y Sancancio) para recorrerlos a nuestro gusto. Otro gran atractivo era que contaba con una de las mejores pistas para carros de balineras, por seguridad y extensión, ya que desde arriba podía verse si estaba despejada de vehículos en sus siete cuadras de recorrido, desde la avenida Santander con calle 70 hasta la iglesia de Palermo.
Por lo tanto durante las últimas semanas de colegio ahorrábamos algo de la mesada y los papás nos completaban lo necesario para comprar los materiales con los que construíamos los carritos, para lo cual nos juntábamos con un socio para hacerlo en compañía. Varias piezas de madera, balineras, un tornillo largo con tuerca y arandelas, el trozo de cuerda y varias puntillas conformaban los materiales necesarios. Con un martillo y un serrucho terminábamos el trabajo en una tarde, y desde ese momento nos dedicábamos a rodarnos por esas faldas a toda hora; nos turnábamos para conducir mientras el copiloto iba atrás bien agarrado. Rodillas y codos llenos de costras por las peladuras, aunque las mamás solo echaban cantaleta porque la ropa quedaba vuelta hilachas y los zapatos destrozados por utilizarlos como freno de emergencia.
Claro que después de recorrer la improvisada pista durante varias semanas, las ganas de innovar y ponerle emoción al recorrido nos hacía idear nuevas técnicas y modalidades. Como cuando se nos ocurrió que si lográbamos lubricar las balineras durante la carrera el carro podía dar mejor rendimiento, y entonces nos les robamos a las mamás unos recipientes de plástico con atomizador que utilizaban para echarse laca en el pelo. Llenábamos el tarro con gasolina y el copiloto le echaba a los rodamientos durante el recorrido, los cuales se encendían al momento por las chispas que saltaban al rozar el metal con el pavimento.
Otro día nos pusimos en la tarea de buscar en las casas todos los periódicos viejos y cartones que hubiera. Procedíamos entonces a formar en la primera curva una barrera de papeles y cajas de cartón, luego nos subíamos todos para la avenida Santander y momentos antes de dar la largada, le hacíamos una seña al encargado de prenderle candela al improvisado obstáculo. Salíamos disparados falda abajo y de frente nos le metíamos a la pared de fuego, aunque la mayoría íbamos a parar al antejardín de la casa de Mario Ocampo, donde ahora funciona una clínica odontológica, porque perdíamos el control del carrito al tratar de apagarnos las medias o el pelo chamuscado.
En invierno buscábamos la forma de atascar el sumidero de aguas lluvias de una pequeña rotonda que hay frente a la clínica Flavio Restrepo, a la entrada de la casa de La Camelia, el cual se inundaba con el primer aguacero. Arrancábamos desde la avenida y después de cuadra y media a toda velocidad, por ser en línea recta, entrábamos en el charco como una exhalación y la competencia consistía en quién levantaba la mayor cortina de agua. Eso sí era gozar nosotros con esas pilatunas, aunque al entrar a la casa el repelo era seguro por llegar tarde, con la ropa rota o quemada, y en invierno siempre ensopados.
El Gringo y Kike Restrepo, sus primos los Espátulas, los Arango, Eduardito Ocampo, los Jaramillo, nuestros primos Arango Vélez, además de parientes y amigos que visitaban el barrio para disfrutar el excelente trazado del recorrido, eran nuestros compañeros de andanzas en aquella época inolvidable. Claro que ante cualquier embarrada el castigo consistía en que mi mamá nos decomisaba el carrito y lo encaramaba al zarzo de la casa; ahí no quedaba sino pararse en la equina a avisar si la vía estaba libre, y esperar que alguno se apiadara y le prestara el juguete para darse una rodadita.
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