Pablo Mejía


Mientras construían la casa de La Camelia, para reducir gastos mi papá alquiló la finca La Cecilia, de don Javier Mejía, localizada donde hoy queda el barrio Molinos del viento, arriba de Confamiliares de San Marcel. Nosotros felices de vivir en el campo pero prontico mi mamá se reveló, porque pasaba el día en el carro mientras trasteaba muchachitos, hacía mandados, visitaba a la abuela y demás diligencias. Como faltaban pocos meses para estrenar casa, resolvimos mudarnos a una edificación en el centro, calle 24 con carrera 20, al frente de donde después construyeron el Teatro Colombia; en ese entonces había un parqueadero donde guardábamos el carro de la casa.
El caserón, típica construcción de la zona, tenía un subterráneo lleno de trebejos y telarañas que se convirtió en nuestro sitio de recreo. Como es lógico, nos sentimos prisioneros porque no podíamos salir solos a recorrer el centro; y como nos criamos en la calle en el barrio Estrella, para después conocer la libertad que encontramos en La Cecilia, el horizonte se nos limitó drásticamente. En semana pasábamos el día en el colegio, pero el fin de semana teníamos poco de dónde escoger. Algunos sábados por la tarde mi papá nos regalaba unas monedas para que fuéramos a la esquina, a la tienda "Visos", donde vendían todo tipo de dulces y mecatos. Entonces comprábamos chitos, frunas, bombones Charm´s y salvavidas, y nos sentábamos toda la tarde a ver televisión: Bonanza, La isla de Giligan, Hopalong Cassidy, Roy Rogers y otras series de la época.
Pero sin duda el programa favorito era irnos el sábado después de almuerzo a pagar trabajadores a La Teresita, la finca de la abuela paterna en la región de El Rosario. Salíamos en el Land Rover de Plumejía, la ferretería de la familia, pero antes de arrancar convencíamos a mi papá de enroscar la carpa atrás para poder mirar hacia afuera. Adelante iban mis padres con la hermana mayor y los bebés, mientras en la parte trasera nos acomodábamos los muchachitos, después de rifar los puestos. Claro que nos rotábamos, porque los únicos que viajaban a gusto eran los que iban en el extremo trasero, desde donde podían disfrutar la vista al exterior. Lo que no fallaba es que en cierto momento la carpa se desenrollaba y soltaba un polvero espantoso, dejándonos más aburridos que el diablo.
Si durante el camino alguno se atrevía a proponer que paráramos en una fonda, mi mamá le decía que no molestara porque acabábamos de almorzar. Poco después de cruzar el puente de Cenicafé, en la finca La Piedra, tomábamos las partidas hacia El Rosario. Primero estaba la vereda Colegurre y luego el antiguo puente que se llevó la avalancha, para seguir chupando polvo hasta donde queda hoy la entrada al Club Campestre, poco antes de la fonda Cobraderos, donde nos desviábamos hacia la finca. Unos metros adelante quedaba la tiendita Los Tolimenses, después San Rafael, la finca de mi tío Alberto Arango, seguía el desvío para La Graciela, la finca de la otra abuela y del tío Roberto Ocampo, y una cuadra después llegábamos a La Teresita. Por lo tanto conocíamos la región como la palma de la mano, porque los niños hacíamos muchas veces el tramo desde La Piedra a pie y además dominábamos potreros y cafetales del entorno familiar.
Mi papá se dedicaba a cuadrar planilla con el agregado, "El Mono" Monsalve, mi mamá conversaba con la señora de éste, las hermanas y don Eleuterio, el patriarca de esa familia, y nosotros nos poníamos a corretear por ahí, pendientes de que salieran a dar vuelta para pegarnos a la caminada por el predio. A la hora de regresar cargaban el jeep con bultos de café y mi papá nos acomodaba en los espacios que quedaban entre la carga. Subíamos hasta Chinchiná y en la calle que entra hacia la plaza de Bolívar parábamos en El venado de oro, una cafetería donde vendían unos pandeyucas deliciosos en forma de media luna; mi papá nos pasaba la gaseosa y el mecato por entre los recovecos, y allí encogidos disfrutábamos del algo. Sin falta todos nos profundizábamos durante el recorrido, arrullados por el vaivén y la comodidad de la acogedora guarida.
Desde la entrada a Manizales mi mamá comenzaba a anunciar la proximidad con la casa para despertarnos y que nos desperezáramos, y al llegar nos bajábamos entumidos y destemplados para subir las extensas escaleras como unos zombis; veíamos televisión un rato mientras nos daban la comida, para por fin irnos a acostar, no sin antes lavarnos los dientes a regañadientes. Al otro día, domingo, el programa era salir a dar una vuelta por la tarde, comer empanadas con gaseosa en el drive in Los Arrayanes de Chipre, para después ir expectantes a darle vuelta a la obra de la casa que esperábamos estrenar muy pronto.
Una de esas tardes, al regresar al hogar, mi mamá se queda mirándonos y comenta: Mijo, me parece que aquí falta un muchachito… Y preciso, se había quedado olvidado uno de los menores en la obra, a quien encontramos muy asustado con el celador, quien trataba de convencerlo de que no lo habíamos abandonado. Desde ese día mis padres acostumbraban contarnos a cada rato para que no les volviera a suceder.
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