César Montoya


Estoy extasiado. Ella no sabe que la miro, que la detallo con ojos de relojero, que le hago inventario a las travesuras de sus manos angelicales. No conozco su nombre. Debe tener unos 35 años agresivos. La veo rozagante, su rostro ligeramente bronceado, la cabellera en cascada, tranquilos los botones de su pecho, la cintura estrecha, macizos sus curvos glúteos, verticales sus orejas, la frente amplia, sensual su boca ovalada, labios carnosos. Viste deportivamente. La blusa que la cubre es de color granate opaco, las mangas cortas, sus brazos resbalosos con piel de ocaso. Calza sandalias deportivas. Aparta al desgaire una gabardina atabacada y sus aretes de plata cantan con el vaivén del viento. La adorna un vistoso collar de ópalos. Es limpia su mirada y en su voz hay sonidos de ocarina. De su talle empretinado pende un jeans desteñido, color azul. A su lado hay un bolso rojo y debe ser cristiana. Saca una pequeña Biblia de bordes dorados y clava en ella sus ojos invasores.
Quedo lelo ante el movimiento de sus manos. Manos de pianista húngara, de tenue fulgor albino. Bailan, permanecen en suspenso, arrebatan pedazos de cielo, se estiran como una sombra, escalan peldaños en las escalinatas del aire. Son nerviosas. Con ellas hace arquitecturas aéreas. Las junta como para arreglar un invisible ramillete, las abre como una diáspora, las desliza por las escondidas ensenadas de su corpiño, y retorna a blandirlas como una saeta de luz. Luego de mínimos cansancios, las agita otra vez como una bandera de pliegues anchos. Aletean, hacen travesías por los espacios y retornan para posarse sobre la ondulación de sus piernas. Cada dedo de sus manos tiene una función específica. Junta el pulgar con el índice para categorizar una frase, o alarga el dedo medio para fijar distancias, o aproxima el anular con el meñique, replegados, para apuntalar el discurso que declama. Parece una sacerdotisa experta en misas profanas. Se empina, estira el cuerpo, beatifica su mirada, levita, ingresa al territorio de los sueños. Sus manos hacen silencios. De pronto frenan en seco, se paralizan por instantes para descansar de las fatigas. A ella le sobra la voz, es superfluo el oído, para qué el tacto, qué importa su olor a tierra virgen, si cada aleteo suyo es un "diccionario de emociones". Si no toca piano, o le saca deliquios al violín, debe ser un genio para la paleta. Tiene que saber combinar la adustez del sustantivo con la coquetería del adjetivo, utilizar el rigor del verbo, para poder construir esas bellas catedrales con impulsos entrecortados y rotundos signos admirativos.
¿Cómo pueden ser tan elocuentes sus manos oradoras? La acuarela de la palabra con el ballet de las manos crean retablos líricos. ¿Qué sabré de los oficios de esta mujer? ¿Qué de sus acumuladas auroras? ¿Qué de sus noches de amor, de sus labios sedientos, de sus pecados secretos? ¿Será acaso una nigromante con bola de cristal, encapuchada de hechicera? ¿Tal vez hará parte de alguna iglesia cristiana, con derecho a oficiar en el altar? ¿Bailarina quizás, artista para el sarao, impactante cuando suspende el frenesí del baile?
Esta emperatriz quedó tatuada en mi memoria con la seductora movilidad de sus dedos, las gráficas que con ellos proyecta, su navegación atrevida por territorios siderales, el retorno tranquilo, la quietud momentánea para iniciar otra vez los peregrinajes alados. La presencié viajera abriendo trochas con sus brazos livianos, pensativa a ratos, animosa después, la vi sembrando sobre surcos imaginarios, recogiendo una cosecha de manzanas impalpables, exprimiendo uvas con su boca de alondra.
Nunca me enteré cómo se llama ni en dónde vive. Jamás sabrá que inspiró el decorado de este escrito.
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