Andrés Felipe Betancourth


Acaba de aprobar nuestro Congreso un Acto Legislativo a través del cual se reforman tres artículos de la Constitución, y con ellos algunos aspectos de la Justicia Penal Militar y el fuero del que gozan las Fuerzas Militares y de Policía en Colombia. Tal aprobación se hizo pese a las advertencias y solicitudes de los organismos defensores de derechos humanos de orden nacional, regional y global. Quizá enarbolando las banderas de la defensa de la soberanía nacional, tan de moda luego del fallo del tribunal de La Haya, el senador Juan Manuel Galán aseguró que el Congreso no daría "bandazos" ni legislaría como se lo indiquen los organismos internacionales. Bienvenida la defensa de la autonomía, pero no parece venir del mismo Congreso donde se han tramitado leyes acerca de la propiedad intelectual, los gravámenes al tabaco, la venta de empresas nacionales o la venta de tierras a inversionistas extranjeros.
Advierto que en este, como en ningún caso, conviene la polarización ni los señalamientos. Poco aporta al debate pensar que lo que está buscando el gobierno es cobijar con la manta de la impunidad a los uniformados que defienden la estabilidad institucional del país. Pero tampoco valen los argumentos de quienes lo defienden.
Son ofensivos los argumentos del Ministro de Defensa, cuando asegura que no habrá impunidad "… porque el presidente no lo quiere así". No es por la voluntad del jefe de Gobierno, sino por la obligación del sistema de justicia y por la responsabilidad de los funcionarios públicos que tienen el monopolio de las armas, que ninguna de ellas debe utilizarse para vulnerar los derechos de los ciudadanos.
También es excesiva la defensa del analista Alfredo Rangel, que reclama un fuero militar mucho más permisivo, para ser consecuentes con la situación de un país en conflicto. Está probado que la pretensión de menguar los efectos de un conflicto con herramientas de guerra más contundentes, sin importar de cuál de los bandos venga, puede conseguir eventualmente la victoria de alguna de las partes, pero no conseguirá superar los orígenes de los conflictos.
No pretendo cuestionar la legitimidad de las fuerzas del Estado, ni estigmatizar a miles de hombres y mujeres que pagan enormes cuotas de sacrificio personal y familiar en cumplimiento de su misión. Lo que debemos reconocer es que en las últimas dos décadas hemos dotado de recursos económicos y de herramientas jurídicas a la institucionalidad militar, con el argumento de la necesidad de ganar la guerra. Pero tal victoria sigue siendo lejana. Al contrario, algunos elementos al interior de las Fuerzas Militares o de la Policía se han aprovechado del respaldo institucional y ciudadano para delinquir e incrementar las cifras de las múltiples formas de violencia.
Pero tampoco le conviene a la propia institucionalidad militar y a sus buenos elementos tener en sus manos herramientas jurídicas tan poderosas, para cuyo manejo se requieren niveles de madurez institucional, transparencia y responsabilidad mayúsculos. El hecho de tener la responsabilidad del acopio de las pruebas, tribunales y jurisdicciones especiales, e incluso sitios de reclusión particulares, no contribuyen al fortalecimiento del concepto de imparcialidad como principio procesal.
Para superar los conflictos de base, entre muchas otras cosas, los ciudadanos necesitamos que se restablezca la confianza en las instituciones. Y en términos de la institucionalidad de la justicia, en los últimos 10 años ha sido seriamente deteriorada la confianza por cuanto legisladores, gobernantes y militares han querido modificar a su favor la administración de justicia. No transmite más confianza quien quiere poner reglas a su favor, sino quien se somete a cualquier juicio con la tranquilidad de la rectitud en su proceder.
Cuando nuestros legisladores y los propios administradores de justicia han hecho de nuestro sistema una figura tan ineficiente y en algunos casos decorativa, no queda más que esperar que el decoro, ética e integridad de nuestros militares sea el que garantice un rector proceder, aún cuando muchos muchachos empuñen un arma sin mucho más que dos o tres años de escuela.
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