César Montoya


Quién creyera que todavía hay locos que escarban los socavones de los apellidos hasta encontrar la gran figura patriarcal que les sirva de alfa a una cadena de incontables familias que se reconocen entre sí como salidas de sobaco consentido del Divino Niño. Son unos enfermos aquellos que merodean en torno de viejos papiros para detectar a qué selecta sangre azul pertenecen, cuál la prosapia de sus dinastías, quiénes son sus héroes y si acaso aparece el lunar de una puta, aprender cómo se disimula ese baldón vergonzante. Olvidan que Alfonso López Michelsen en alguna ocasión manifestó que no hay familia en Colombia, por encopetada que sea, que no tenga entre bastidores una falda libertina. Hay en su apellido lejanos parentescos con las Ibáñez. Gilberto Alzate Avendaño hizo sorna sobre el prurito ridículo de quienes se enfrascan en esos afanes selectivos. Cuenta el Mariscal, en alguna de sus prosas magistrales, cómo un Alzate, salido de cualquier provincia española, llegó a estas tierras en busca de oro, pero también para saber cómo eran nuestras nativas en las travesuras del sexo. Aquel conquistador, a horcajadas de un potro sabanero, se encontró con una indígena provocativa. Miróla, persiguióla, alcanzóla, tumbóla, poseyóla, "y heme aquí", remataba entre risas zumbonas el genial líder de esta comarca.
Hace unos años, Gustavo Montoya Marín, distinguido intelectual del Tolima, me visitó en mi oficina de Bogotá. En ese momento rondaba por sacristías, rebuscaba archivos parroquiales, hundía sus narices en libros de bautizos, examinaba partidas de matrimonios, sostenía conversaciones con los ancianos de los pueblos, para esclarecer el origen purísimo de su apellido. Quería el acucioso investigador conocer abolengos, los entreverados cruces de sangre, la hagiografía de quienes están en los altares, el campanudo eco de quienes conforman nuestra selecta familia. En efecto, ha publicado en tres tomos muy vistosos, con el título "Montoyería" la historia de esta estirpe en la geografía colombiana.
¿Qué le dije?
No sé quién fue mi tatarabuelo. Lo imagino vestido con un precario guayuco, desnudo del ombligo arriba, los pies con callos rugosos, el rostro embadurnado por las unturas del achiote, con un arco tenso y una flecha con punta envenenada. Es posible que fuera un temible cacique de los Picaras. Tamborileaba, seguramente, sobre una colina, con la mano derecha puesta sobre la boca, para convocar la tribu. Él y sus antepasados debieron hacerle frente al Mariscal Robledo cuando pasó por las breñas del Norte de Caldas quemando ranchos y cortando cabezas. Todos nosotros, le dije, somos mestizos, como resultado del cruce entre un bandolero español y una indígena sumisa.
Sí conocí a mi abuelo. No me explico por qué tenía un bello color blanco bermejo. Era un carnicero buscapleitos, alto, de mirada agresiva, con frecuentes seducciones alcohólicas. Cuando la embriaguez hacía llamaradas en su sangre, expresaba una frase que delataba su temperamento belicoso: "El gavilán que me pique, yo lo trasquilo". En su vejez, se convirtió en un místico piadoso. Vi sus estertores en la agonía. Es traumático mirar los sacudimientos epilépticos de quien no quiere desprenderse de la vida.
Naturalmente sé mucho de mi padre. Era un campesino laborioso, palomo activo y siempre en celo para cazar muchachas fáciles. Tanguero y bohemio. Supe de sus amores desesperados, de sus parrandas largas, de sus amargos enredos sentimentales. No heredé sus virtudes, pero sí todos sus vicios.
Cuando a Montoya Marín le hice el relato de mi genealogía, negro enrazado con indio, se asustó y salió a la estampida de mi oficina. Menos mal que vamos a tener una Santa que nos facilitará, con trampas benévolas, nuestro ingreso al reino de los cielos. Laura Montoya.
Los Montoya somos festivos, un poco frívolos. Nos importa un higo el dinero. Vivimos deportivamente, con escondrijos íntimos para atizar un ansioso poeta, autor de versos malos y de prosas insípidas, rumiador de nostalgias, enamorado, con incontrolable apetito por las mujeres hermosas. Degustamos la melancolía, el martirio de los celos, el melódico ruido de las palabras, la piel de las saudades.
Los Montoya somos así.
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