Flavio Restrepo Gómez


Los horrores del terror están expresados en esas dramáticas cifras, de lo que ha sido la andanada de los violentos con sus credenciales indignas de muerte. Matones de profesión, matones de supuestas gestas revolucionarias, matones por encargo. En fin, matones de todas las calañas y todas las pelambres. Todos con indignidad total y cinismo sin par.
Siempre habíamos sabido que vivíamos en un país muy violento. Teníamos perfecta conciencia de la realidad que nos cobijaba. Conocíamos cifras escalofriantes de muertes al por mayor y al detal, en una Colombia, en la que nos acostumbramos con frialdad sin par, a ser testigos mudos de una guerra demencial, que cobraba vidas de colombianos, inermes la mayoría, activos en la violencia otros, la minoría. Nada parecía conmovernos, como nada parece conmovernos ahora.
La realidad presentada ante la opinión publica, para hablar de la Verdad, no ha sorprendido a todos. Nadie esperaba cifras tan aterradoras, aunque las sospecháramos. Vivimos en un país que tiene el más profundo desprecio por la vida humana, la más olímpica indiferencia con el sufrimiento de los otros, la más inaceptable falta de solidaridad con los compatriotas víctimas de esa violencia inenarrable, que hace parte de nuestra cotidianidad, como si fuera un modo de vida, una característica de la colombianidad.
Ahora más que nunca es verdad eso de que Colombia es pasión. Sí, es pasión y es muerte, una reedición de holocaustos menos notorios y publicitados que los de Hitler, pero tan crueles como esos, con el agravante de la impunidad total, el desplazamiento forzado de millones, el abandono oficial, la pobreza extrema. Una calamidad sin solución, solo pensable en un país de bárbaros, que hacen honor a su condición de habitantes de República Bananera.
La realidad de las cifras tiene una crudeza que es escalofriante. No podemos seguir indiferentes, insensibles, abúlicos, desidiosos, impasibles, indolentes, apáticos, con semejante verdad, sabida después de muchos años, aunque la hubiésemos podido presentir. Es la realidad cruda y fría de una Nación en la que la vida vale nada y la muerte vale menos. Y no nos conmovemos, es como si no nos importara. Pero esa desgracia tiene que importarnos, porque de lo contrario, seguiremos haciendo parte de ese mundo paralelo, en el que matar a diestra y siniestra no es repudiable, ni tiene castigo. El poder de Tánatos, ejecutado por la ultra derecha que en eso es muy diestra, y por la extrema izquierda, que es aterradoramente siniestra.
Un país decente no puede construirse sobre los ríos de sangre que han hecho salir a raudales los violentos de todas las corriente: los intolerantes, los negociantes del terror, los aprovechadores de la violencia, los negociantes en el tráfico de armas, que se enriquecen ofreciendo a sus compradores, máquinas para matar en serie. No podemos seguir indiferentes testimoniando los actos terroristas de los vividores de la tragedia humana: los industriales de la muerte, los grupos subversivos que reivindicando revoluciones inexistentes, matan al por mayor y al detal, alegando reivindicaciones sociales y clamando justicia para todos, sobre los cadáveres de sus víctimas inermes, desarmadas, indefensas. Tampoco podemos seguir impasibles ante la horda de sicarios baratos y caros, con los que hombres y mujeres sin escrúpulos y sin agallas, mandan matar por encargo, poniendo precio a sus contradictores o enemigos.
El dramático y espantoso resultado de la investigación realizada, nos deja acongojados y atónitos. Produce vergüenza vivir en un país, en el que la vida es desechable y despreciada; la capacidad de matar sin sonrojarse es pan cotidiano, encomendados los que matan a la virgen de los sicarios, esos que con el argumento del "no futuro" hacen una algarabía por cada misión cumplida, como si estuviesen realizando la más grande de las proezas humanas. ¿Cuál proeza? ¿Cuál dignidad? ¿Cuál bravura? No es hazaña, ni hombría, ni valentía matar a un ciudadano indefenso, al que se asesina con el auxilio de la sorpresa, a mansalva, en indefensión total, aprovechando la indiferencia de todos los que estamos en rededor.
Este frenesí de la muerte, tiene que acabar, si queremos comenzar a construir un país digno y decente, en el que tengan cabida todos los colombianos, incluidos aquellos que hoy están dedicados al negocio de la muerte, ya porque dicen que no tienen otra salida o, porque encontraron en ello un magnífico, rapidísimo y lucrativo negocio.
Pero tenemos que poner fin a este descaro, a esta desvergüenza de muertes sin sentido, arrinconando a los que mandan matar, a los que pagan por matar, a los que se benefician con la muerte de otro. Tenemos que levantarnos contra los subversivos que tienen fábricas de muerte y patente de corzo para ejecutarla; contra los extremistas de todas las pelambres, que a falta de argumentos, encontraron en el desaparecer o aniquilar al contrincante, un modo muy fácil y rápido de hacerse al poder. Si, poder y miedo, dos armas explosivas que causan pánico en los ciudadanos desprevenidos. Tenemos que levantarnos también contra los políticos de todas las corrientes, que carentes de valor y sin principios éticos, hacen parte de los grupos de los que están al margen de la ley y mandan matar al contradictor, sin que les importe un pito, seguros de una impunidad de la que en efecto gozan.
No más concesiones al terror. Lo tenemos que enfrentar con resistencia civil, con manifestaciones de indignación, con políticas que hagan más importante el derecho a la vida que la explotación de recursos minerales. Es mejor crecer poco con dignidad, a tener tratados que nos harán crecer mucho con indignidad total.
¡Perdón si, pero con condiciones. Olvido no!
Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego. Mahatma Gandhi
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