César Montoya


El juez es un personaje sagrado. Todos lo reverenciamos porque él personifica la justicia. La política se fragua entre pasiones turbulentas, se ganan las preeminencias a físicos codazos y vence el que tiene más conocimientos, pero sobre todo, el que sabe evadir las talanqueras que le arman los adversarios. Los ascensos en la rama judicial son lentos, superando los cedazos que eliminan, aun por la vía de las simples sospechas, cualquier funcionario que no tenga una radiante hoja de vida. Existen jerarquías. El juez municipal, casi siempre es un abogado joven, escogido con lupa para que sea el resplandor de la ley en las aldeas. En una escala superior están los magistrados de los Tribunales Superiores de Distrito. Vienen luego las Altas Cortes, cumbre en la administración de justicia, soberano alcázar de sabiduría, honestidad y ejemplo. La justa ambición de todo juez, en el cenit de su vida, es la culminación de su carrera en el Consejo de Estado, Consejo Superior de la Judicatura, Corte Suprema de Justicia o Corte Constitucional.
Un país puede tener pésimas carreteras, mal servicio de acueductos y alcantarillados, carecer de agua potable, con un sistema eléctrico precario, con la población rural privada de lo básico, con escasez de médicos y hospitales incapaces de prestar un satisfactorio servicio social, con cárceles atiborradas con una población proclive a la delincuencia, con estrechez económica y mala remuneración para sus empleados, en fin, sometido a un rosario de falencias, pero un Estado así, no puede subsistir sin justicia. La justicia, constante y perpetua, es el cimiento de la armonía social, es la virtud moral que maneja el destino de los seres humanos. Por eso todos somos fiscales de la conducta de los jueces y no perdonamos sus extravíos.
El Consejo Superior de la Judicatura, Sala Disciplinaria, es un foco purulento. No existe un organismo más desacreditado en el país, semilla de fermentada descomposición. El carrusel de las pensiones demostró cómo funcionaba allí un amiguismo criminal que interpretaba libertinamente la ley para organizar serruchos contra el presupuesto de la nación. De esa cloaca debió salir un tal Henry Villarraga, magistrado, con una opinión encolerizada con sus relajos morales.
Hay otro caso perpetrado en esa letrina de la indignidad. Jorge Alonso Flechas Díaz, Angelino Lizcano Rivera y Julia Emma Garzón de Gómez, magistrados de Consejo Superior de la Judicatura, "los grandes halcones de la corrupción" en palabras de William Ospina, instigados por la parlamentaria Lucero Cortés, colocaron contra la pared al magistrado Rafael Vélez Fernández del Consejo Seccional de la judicatura de Cundinamarca, amonestándolo, sugiriéndole, rogándole, aconsejándole, presionándole para que sancionara disciplinariamente al abogado Juan Carlos Salazar Torres, denunciado por el señor esposo de la entrometida representante.
La víctima de esa conducta, señor Vélez Fernández, puso en conocimiento de la Honorable Corte Suprema de Justicia el degradante proceder. La investigación concluyó con una condena para la señora Cortés por tráfico de influencias y estampilló con el inri del deshonor a los magistrados coautores de ese delito. Las referencias que hace la Corte clavan en la vergüenza a cada uno de esos altos funcionarios, culpables aún más que la legisladora, porque humillaron la majestad de la justicia colocándola de rodillas ante la deshonesta congresista. Jorge Alonso Flechas, Angelino Lizcano y Julia Emma Garzón son unos magistrados venales que intimidaron a un subordinado para obligarlo a cometer un prevaricato.
En ese tinglado bochornoso también actuó Yira Lucía Olarte, la secretaria del Consejo Superior, investigada penalmente, quien estuvo al servicio procesal de esos bandidos en el carrusel de las pensiones. Jamás el país había tenido un alto tribunal convertido en nido de ratas.
Causa rabiosa hilaridad saber que estos malhechores deben ser juzgados por la irresponsable Comisión de Acusaciones de la Cámara. De allí, por los atajos de la compinchería delictuosa, saldrán absueltos o por un procedimiento de tortuga este caso habrá de prescribir. Mientras tanto esos magistrados, posiblemente autores de otras escandalosas tropelías, continúan, sin ninguna jerarquía moral, profiriendo sentencias. Los fariseos, sepulcros blanqueados, se apoderaron del templo de la justicia. Hace falta que, con látigo, los expulsen de la casa de Dios.
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