María Carolina Giraldo


La protesta es uno de los ingredientes fundamentales de la democracia, es una de las formas de expresión popular más dicientes y emblemáticas porque demuestra el inconformismo y el poder del ciudadano. Justamente por eso es tan recurrente en países que han atravesado procesos largos de dictaduras y regímenes totalitarios. En ese sentido, es importante leer el reciente paro en términos de coyuntura, pero también como ejercicio democrático, resaltando sus aspectos positivos, negativos y reprochables.
Lo bueno: las protestas lograron poner en la agenda pública la importancia del campesinado. Durante años el país le ha dado la espalda al campo, éste ha sido el escenario del conflicto y ha sufrido un especial abandono en lo social, lo económico y lo político. Los indicadores de pobreza, inequidad, necesidades básicas insatisfechas, nivel de escolaridad, calidad y acceso de los servicios públicos, entre otros, presentan una gran brecha entre la población urbana y la campesina. En este marco, el paro sirvió para reconocer a ese sector abandonado pero fundamental para el desarrollo social y económico del país y para la consecución de una paz duradera y estable. Al mismo tiempo, puso en evidencia la falta de una política agropecuaria coherente y transversal a todos los sectores del Estado. Asimismo, demostró las consecuencias de la excesiva centralización administrativa que padece el país y que desconoce la realidad de las regiones.
Lo malo: El paro hizo aún más evidente la debilidad institucional de nuestra democracia, los grandes perdedores de las protestas fueron las instituciones que deben interactuar en el escenario público: los partidos políticos, las organizaciones sociales, los gremios del sector, los sindicatos, los poderes ejecutivo y legislativo. La incapacidad institucional de transmitir los intereses y necesidades de sus representados quedó en evidencia con el paro. Sin embargo, esta situación puede convertirse en una gran oportunidad de mejoramiento y fortalecimiento de estas instituciones, si a partir de aquí logran sortear a su gran reto, dejar de cabildear intereses particulares y empezar a fomentar el interés general.
Adicionalmente, el paro resultó muy costoso para el ya golpeado aparato productivo del país, el cual estuvo detenido durante varios días generando grandes pérdidas. En términos económicos, los campesinos, impulsores de la protesta, fueron los principales afectados con el mismo, lo que hace aún más diciente y potente su accionar político. Resulta menos gravoso irse a la huelga cuando se está cobijado por el fuero sindical y por un salario, pero si se es productor, si se vive de lo que se vende, no de lo que se devenga, las repercusiones económicas del paro son otras. La misma situación la vivieron los transportadores.
Lo reprochable: el paro demostró nuevamente la incapacidad de desligar la política de la violencia y que esta situación no cambia con los diálogos de paz ni con la desmovilización de los grupos guerrilleros. La violencia está enquistada en nuestro proceder social, económico y político y como Nación tendremos que hacer grandes esfuerzos para desligarnos de esa tradición de agresión e irrespeto por la dignidad humana.
También resultó reprochable la actitud del Gobierno frente al paro durante la primera semana del mismo. Su negación de parte del presidente, aceptando sus posteriores disculpas, no es más que un símbolo de las formas como se hace política en el país, reconociendo la realidad de la periferia solo en época electoral.
Así pues, este paro fue muy diciente en términos democráticos, fue un gran símbolo de la morfología de nuestro sistema político. Ojalá sirva para formular e implementar, desde ahí, una política pública rural multisectorial para fortalecer las instituciones democráticas, para reconocer y aceptar las realidades regionales, para impulsar la descentralización y para construir un país más justo y en paz.
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