Guillermo O. Sierra


Los medios audiovisuales y escritos son quizás los principales vehículos mediante los cuales los ciudadanos expresan y comunican sus deseos, anhelos, inquietudes, alegrías y tristezas. A quienes se dedican, digamos de manera profesional, a informar y a orientar desde los medios de comunicación, les corresponde hacerlo de manera ecuánime sin faltar a la verdad, con el propósito central de generar opiniones fundamentadas en ideas o en hechos que, además, se puedan contrastar.
Sin miedo a equivocarme, digo que en todos los Estados Sociales de Derecho está consagrado el trascendental principio de la libre expresión. Ya lo sabemos, pero bien vale la pena ser reiterativos: en nuestra Carta Magna, se puede leer en el artículo 20 que todas las personas son libres de expresar y divulgar su pensamiento y opiniones; al igual que informar y recibir información de forma veraz e imparcial; sin dejar de mencionar que la libertad implica una muy clara responsabilidad para con los demás. Y que no se admite la censura. Y también es importante recordar que la Declaración Universal de Derechos Humanos, la misma de 1948, en su artículo 19, registra que "todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión (…)". Este derecho, se explicita ahí mismo, conlleva el que nadie sea molestado por decir lo que piensa, o por pedir informaciones, así como no se debe coartar la posibilidad de que las exprese "sin limitación de fronteras".
Con estos principios, lo menos que uno esperaría es un total respeto no solo para los periodistas y medios de comunicación, sino para todos los ciudadanos, sin excepción. De manera desafortunada, lo que es notorio es una constante violación a la libre expresión, en todas sus dimensiones -y hasta en el arte empezando por el muy precario apoyo a quienes se dedican a las bellas artes-.
Lo "políticamente correcto" sumado a intereses económicos y políticos particulares, corrompen la mencionada libertad, cuyas consecuencias se convierten en tergiversación clara de las informaciones, alteraciones de los hechos que ocurren, relativización hasta los preceptos morales (para algunos la justicia, por ejemplo, es relativa), banalización de lo trascendental y relevancia de lo banal.
¿Total? Pérdida de la credibilidad no solo en los periodistas y en los medios, sino también en todo aquel que levante su voz para decir algo. ¿Consecuencia grave, gravísima, para un Estado Social de Derecho, que se supone tiene como soporte una vida democrática en todas las instancias?: un ocaso de la moral y del pensamiento crítico.
El próximo domingo 9 de febrero se celebra y conmemora el ya tradicional Día del Periodista. Conviene siempre, sobre todo en estas fechas, pensar con toda la rigurosidad del caso, el asunto de la libertad, valor fundamental para la consolidación de una sociedad abierta. Me parece que debe haber, de parte de todos: periodistas, medios, academia y ciudadanos, una muy profunda reflexión y conversación sobre cómo salir de esa dinámica perversa en la que se encuentra anquilosada la posibilidad de decir las cosas de manera tranquila, sin miedo. Creo que hay que hacer un gran esfuerzo ético y moral para salir de allí.
De igual forma, conviene pensar que los monopolios en lo que atañe a la propiedad de los medios de comunicación, bien pueden terminar por contaminar la veracidad de las informaciones. Me parece, además, que también es necesario hacer una especie de acto de contrición para resarcir el que algunos periodistas y algunos medios no crean ni orientan opinión, y cuando creen hacerlo, lo realizan sobre falsos supuestos que tergiversan las realidades.
Estoy convencido de que todos debemos hacer un gran trabajo sustentado en el compromiso de que la denuncia sistemática de las violaciones a la libertad de expresión y de la censura posibilitan la defensa de la democracia y la dignidad de la vida.
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