Guillermo O. Sierra


Bien sabemos que no todo lo que es legal, necesariamente es moral. Decía Kant en su texto La Paz Perpetua que "el problema del establecimiento de un Estado siempre tiene solución, por muy extraño que parezca, aún cuando se trate de un pueblo de demonios; basta con que éstos posean pensamiento". Esta dicotomía de la que habla el filósofo alemán, presenta consecuencias tanto para el pensamiento como para la acción, las mismas que debemos reconocer en sus justas proporciones.
Lo que sucedió a finales del año pasado en Bogotá con el caso Petro vs. la Procuraduría, pone sobre la mesa las dos realidades: lo legal y lo moral, las mismas que el efecto de la modernidad las ha mostrado como separadas, a pesar de que estén muy próximas. Para Kant ambas, derecho y moral son entidades independientes y autónomas. Se diferencian porque el primero prescribe leyes con las que el Estado puede regir el libre albedrío de los ciudadanos: éstos pueden adquirir propiedades y vender; no obstante, el Derecho les obliga a cumplir lo que prometen. Se trata, por tanto, de una coacción externa a los mismos ciudadanos. En cambio, la moral está sujeta a la intencionalidad propia de los ciudadanos. Se trata de una coacción interior, lo que implica que es la conciencia de los individuos el juez y parte de las actuaciones humanas.
Es fácil entender que ambas tienen un mismo propósito: garantizar la libertad de los ciudadanos y respetarles sus arbitrios. Solo que, en la práctica, lo que aparece como legal bien puede terminar separándose totalmente de lo que es moral. Lo cual es, desde la perspectiva de nuestro filósofo en mención, contradictorio, si se tiene en cuenta que las leyes que provienen del Derecho y las que emanan de la moral, derivan solo de la razón y ésta no puede estar en contradicción consigo misma.
Considerando todo lo anterior, pienso que en la práctica sí se presentó esta contradicción en el caso Petro. Se me antoja pensar que el soberano, más precisamente la Procuraduría, se apartó de la razón y de una cosa fundamental en el Derecho: la universalidad de sus prescripciones, y cometió una injusticia que rayó en un acto inmoral.
La pregunta, obligada, desde la academia, es si la formación de ciudadanía en la que estamos empeñados en las universidades, que no es asunto de poca monta, es cómo hacer para que nuestros estudiantes comprendan y puedan explicar que hay actuaciones humanas que si bien pueden ser legales, al mismo tiempo pueden ser inmorales. ¿Cómo entender el concepto de justicia en el caso Petro, por ejemplo, máxime si, como lo dice Kant, los ciudadanos no pueden entrar en estado de rebelión aun cuando el soberano (la Procuraduría) cometa alguna injusticia, y que el único camino que queda es acudir a la queja pública?
Me parece que la Procuraduría lo que hizo fue acabar de romper una tradición milenaria que concebía a la política como una continuación de la ética. Y se dio un caso notorio de inmoralidad jurídica. Esto es, el Procurador afincándose en las leyes, aunque actuó en el plano de la legalidad, fue al mismo tiempo inmoral. Y esto me parece una contradicción peligrosa, puesto que el Estado ya no depende de la bondad de sus ciudadanos, sino de la escueta legalidad de sus acciones.
Independientemente de que Petro haya hecho bien o mal la tarea que millares de ciudadanos le encomendaron para ocupar el segundo cargo más importante del país, a finales del año pasado los colombianos fuimos testigos de un certero golpe a los ideales de belleza y armonía que la modernidad concibió. Y si no, habría que pensar en el viejo Aristóteles que aseveraba con cierta vehemencia que un buen hombre solo podía ser buen ciudadano en un buen Estado, al mismo tiempo, que un buen estado necesita buenos hombres.
Tengo la agridulce sensación de que nuestros demonios quebrantaron la virtud y la ciudadanía. La libertad se vio nuevamente azotada por la sórdida acción legal.
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