César Montoya


Es imposible engañar a la opinión haciéndole dolosos cambios a la historia. Cuando esta es reciente no es necesario recurrir a ningún banco de datos, porque todos somos partícipes, como testigos, de esa contemporaneidad. No pueden prosperar los juicios sesgados de quienes utilizan una lupa rencorosa para acomodar los hechos de acuerdo con sus deseos. A diario leemos a los intérpretes de nuestro acontecer que con descarado cinismo hacen enfoques mentirosos.
Las conversaciones en La Habana sobre el esperado fin del conflicto, son interpretadas con antagonismos evidentes. Unos aúllan con argumentos tremendistas. Que es imposible pactar con unos bandidos que han sembrado el terror en nuestro suelo, que es un golpe demoledor para la mística de nuestras Fuerza Armadas llegar a entendimientos con quienes han sido sus verdugos, que no puede haber paz con impunidad, etc y etc.
Para cimentar ese discurso, surge siempre el nombre del expresidente Uribe. Lo ponen como ejemplo de una moral cristalina que jamás permitió que sucesos oscuros lo desviaran de una inflexible línea para enfrentar con rigor los desmanes de la guerrilla. Afirman que él fue duro con los subversivos, que jamás acolitó un perdón gratuito para los criminales y que solo sobre los delineamientos por él marcados se puede avanzar en la búsqueda de la paz.
Mala memoria la de los correveidiles. Unas pocas referencias históricas, nada más, son suficientes para dejar en esqueleto los artificiosos argumentos. Elda Neyis Mosquera García (alias Karina) es un personaje nefasto en el recuerdo de los caldenses. Fue el azote de la provincia del Norte y también hizo acometidas en los municipios de Samaná, Pensilvania y Manzanares. Los campesinos y pequeños hacendados le tenían pánico. Entró a sangre y fuego en las aldeas. Bajo su comando los guerrillos jugaron fútbol con las cabezas amputadas a sus víctimas, extorsionó, e hizo del bandolerismo una profesión. A este monstruo del mal, Uribe le extendió la mano, por su cuenta pernoctó en hoteles de mucho pinche, puso a su disposición una flotilla de vehículos blindados y la hizo escoltar por las fuerzas policiales como si se tratara de una heroína. El otro caso también es repugnante. Ahora el siniestro Rodrigo Granda aparece orondo como vocero de la Farc en las conversaciones que se adelantan en La Habana. El tal sujeto está sindicado de haber sido el autor intelectual de la retención y asesinato de la hija de un expresidente del Paraguay. En cualquier día, Uribe recibió una llamada del mandatario de Francia, señor Nicolás Sarkozy, pidiéndole la libertad del facineroso. Éste movió cielo y tierra en los organismos judiciales hasta obtener su liberación. ¡Ya me imagino las vociferaciones, si semejante atrocidad se hubiera cumplido en el gobierno del señor Santos!
Conviene refrescarle la memoria a los colombianos de cómo se logró silenciar al M-19, agrupación causante de inenarrables crímenes de lesa humanidad. José Raquel Mercado era la palabra mayor del mundo laboral. Lo secuestró el M-19. A este líder de las fuerzas del trabajo, le hicieron un consejo de guerra con veredicto condenatorio. Poco después fue fusilado y su cadáver, en paños menores, fue arrojado en un parque bogotano.
Otro perverso delito, históricamente imperdonable, fue la masacre de la Corte. El M-19 asaltó el Palacio de Justicia y en un acto demencial, dio muerte infame a casi todos sus integrantes. Sin embargo, en la búsqueda de la paz, esos bandidos fueron indultados. Ninguno pagó un solo día de cárcel por tan vergonzosa delincuencia, y después los hemos tenido de parlamentarios, gobernadores, alcaldes de Bogotá y candidatos a la Presidencia. Nunca escuchamos la voz de Álvaro Uribe (que ya, por entonces, era destacado hombre público) condenando la conducta magnánima del Estado con ese grupo subversivo.
Ahora, por oportunismo político, se rasgan las vestiduras por la inevitable justicia transicional que servirá de medio para ponerle fin a un conflicto de 50 años. El país debe estar preparado para asimilar una fuerte dosis de impunidad para ponerle punto final al desangre que por media centuria hemos soportado los colombianos. Los actuales presidentes de Uruguay, Brasil y San Salvador fueron guerrilleros y están haciendo impecables gobiernos de centro-derecha.
Gústenos o no, si queremos la paz, tendremos que convivir armoniosamente con quienes han sido parte de una subversión destructiva y criminal.
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