Pablo Mejía


Se preocupan las mamás por prepararles una lonchera saludable y balanceada a sus hijos, sin negarles una golosina o su alimento preferido para animarlos a consumirla. A cierta edad el infante ya no quiere llevar lonchera y a cambio prefiere dinero para comprar en la tienda, la cual también es controlada por directivos y padres de familia, quienes buscan evitar que los educandos se alimenten solo de comida chatarra, confites y los llamados paqueticos. Claro que los mocosos se las ingenian para darle gusto al paladar y no falta el alumno negociante que de manera clandestina ofrece bombones, chicles y demás galguerías.
A nosotros simplemente nos daban la mesada, que era muy poquita, y ni siquiera nos preguntaban qué comíamos a la hora del recreo. En aquella época las tiendas de colegio vendían cualquier porquería que tuviera acogida entre los alumnos, sin importar calorías, fibras, azúcares, carbohidratos, grasas y demás perendengues. Nadie exigía asepsia ni preguntaba dónde preparaban los alimentos y a nosotros lo único que nos interesaba era llenar el buche. Pasteles, confites, parva y fritos eran las viandas preferidas, y como entonces parecían no existir la gastritis, el reflujo o la diabetes, a nadie le hacían daño ni lo perjudicaban.
De la primera que tengo memoria es la tienda del Colegio de Cristo, en el parque Fundadores, donde cursé hasta cuarto de primaria. La venta quedaba debajo de las escalas, ahí cerquita a la entrada principal, y el único mecato que recuerdo eran unas empanadas grandotas, de esas que traen un seco adentro, las mismas que entregaban frías y en la mano, sin ninguna opción de pedir limón, ají o siquiera una servilleta. Se pedían un par de empanadas acompañadas de gaseosa -Kolkana, Piña Luz o Freskola-, y tocaba dejar peña (finca, le dicen en Bogotá), un dinero que les aseguraba la devolución del envase. Al momento de entregar la botella uno trocaba esa peña por un bombón u otra golosina. De ese colegio también recuerdo unas bananas grandes que regalaba el Hermano Patecaucho al alumno que se portara bien.
En Nuestra Señora de la calle 19 cursé quinto de primaria y allá preferíamos comprar el mecato en los carritos de dulces de la calle, porque era más barato. A media tarde horneaban panes para servirles con el algo a los alumnos internos y el olor nos ponía a todos a tragar saliva, hasta que salían los mellizos Fernando y Alberto Mejía, los Chinches, cargados de mercancía que vendían "como pan caliente"; creo que se los compraban a sus compañeros y los revendían en el patio con muy buena utilidad.
A partir de primero de bachillerato ingresé al Agustín Gemelli, cerca a Morrogacho, y en esos primeros años la tienda funcionaba en un salón al lado de la tarima que hay en el hall principal. Sonaba el timbre para el recreo y abrían una ventana grande, donde los alumnos tratábamos de abrirnos campo a los empujones. Vendían en esa época parva de la panadería La Victoria, fresquita, y acompañábamos la gaseosa con gafitas, mojicones, tostadas o pan de rollo. La bebida podía remplazarse por botellitas de leche Celema, fría, las cuales se agotaban en un dos por tres. También ofrecían papitas fritas caseras, en bolsitas de plástico que cerraban con un peine y una vela.
La plaga a la hora del algo eran los pedigüeños, para más piedra algunos platudos que dizque tenían la disciplina de ahorrar, quienes recorrían el patio velando y con cara de ternero degollado pedían un pitico de pan o un traguito de gaseosa. Entonces uno con el primer trago se encargaba de llenar el líquido de submarinos o le metía el chicle adentro mientras comía, y así nadie se antojaba. Otra táctica era enterrar el pico de la botella en el pan y voltearla para mojarlo por dentro, convirtiéndolo en una mezcolanza desagradable que no le provocaba sino al dueño. Tampoco faltaba el vergajo maldadoso que recorría el patio y al que estuviera descuidado, le metía una pequeña piedra en la gaseosa para que debido a una reacción química todo el líquido se saliera convertido en espuma.
Tiempo después pasaron la tienda para los bajos de primaria y le entregaron el negocio a Delia, una mujer que fritaba patacones, chorizos, costillas y empanadas, además de preparar huevos pericos, chocolate y arepa con mantequilla. Para evitar peloteras nos mamábamos de clase y bien acomodados, ordenábamos el desayuno mientras Nancho Ocampo, aprovechando que la vieja vivía enamorada de él, dirigía el negocio a su antojo. Con disimulo calculábamos el momento en que la buseta se aproximaba para salir a las carreras, lo que llaman voladora, mientras Nancho de último le aseguraba a Delia que después arreglábamos.
En cuarto de bachillerato me pasaron castigado para el Seminario Menor, detrás de Los Rosales, donde duré unos pocos meses. Con Fernando Giraldo, Tamba, nos hacíamos echar de clase y arrancábamos para una tienda manejada por los seminaristas mayores, y que debido a la hora estaba cerrada. Metíamos un palo por un vidrio roto y engarzábamos varios Brazos de reina, y nos sentábamos a mirar el paisaje mientras nos empetacábamos de pasteles. Y pensar que añorábamos salir del colegio, cuando es la única etapa de la vida donde las preocupaciones son mínimas. ¡Qué tiempos aquellos!
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015