José Jaramillo


Las tiendas son una institución que ojalá no desaparezca, arrasada por la cultura de las "grandes superficies", como se les llama a los centros comerciales, que albergan toda clase de negocios. Pero es difícil que en estos ostentosos lugares puedan funcionar humildes comercios, que venden abarrotes, licores, gaseosas, mecato, minutos a celular y a fijos, cigarrillos menudeados, prestan el baño a los transeúntes acosados por una necesidad, guardan paquetes a clientes y conocidos; y los administradores dan razones, reproducen música y fían. Además, las tiendas suelen ser lugar de tertulia habitual de vecinos. Los clientes son siempre los mismos, se conocen entre ellos y saben de sus familias, de su situación económica, su salud, sus ideas políticas y religiosas; y de los resabios y defectos del carácter de cada quien, que se toleran y disimulan. Las tiendas tienen unas pocas mesas para atender a sus clientes habituales; y el tendero y los contertulios saben en dónde les gusta sentarse y les respetan el puesto. Y saben también qué toma y qué le hace daño. Como los clientes de las tiendas suelen ser vecinos cercanos, las esposas y los niños saben dónde buscar al señor de la casa cuando lo necesitan, o si se demora para ir a almorzar.
Por las tiendas de esquina ha discurrido buena parte de la historia, la política y la cultura de pueblos y ciudades, algunas de las cuales albergaron tertulias que se institucionalizaron, como La Gruta Simbólica, por ejemplo, en el centro de Bogotá, a principios del siglo XX. Y en otros de esos negocios sus dueños hicieron historia, por sus particulares formas de ser y por las anécdotas que recogieron rigurosamente en sus memorias y han transmitido como historia oral de las comunidades. En Salamina oímos hablar del negro Dominguito, en cuya tienda hacía tertulia y tomaba aguardiente lo más exquisito de la intelectualidad de la "ciudad luz". Y en Circasia fue famosa la tienda del Mono Urrea, quien servía unos tragos inmensamente grandes y era un liberal sectario y comecuras, a pesar de que su negocio quedaba al frente de la iglesia. Pero, liberal al fin y al cabo, respetuoso de las ideas ajenas, le bajaba el volumen a la música durante las misas y cerraba el negocio cuando se celebraban unos funerales.
Del negro Dominguito, que sobresalía en la blanquísima sociedad salamineña, se cuenta que en unas fiestas programaron una corrida de toros, a la que asistió nuestro hombre provisto de su ración de aguardiente. Sacaron para torear un novillo topo, inmenso, tanto que al lidiador le daba miedo salir. Dominguito, entonces, se lanzó al ruego con la camisa roja que tenía puesta en la mano y apenas la abrió el novillo le pegó un cabezazo y lo elevó. Cuando volvió en sí en el hospital le dijo la hermana Clara, la monjita que lo atendía: Por Dios, Dominguito, ¿cómo se le ocurre hacer esa bestialidad? De milagro no lo mató ese animal. A lo que contestó: Ay, hermana Clara. Es que yo me tomo unos aguardientes y oigo un pasodoble torero o la Feria de Manizales en una corrida y se me alborota la sangre española.
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