Andrés Felipe Betancourth


A mediados del mes pasado, la Superintendencia de Industria y Comercio expidió la resolución 439, "Por la cual se ordena de manera preventiva la suspensión de la producción, comercialización y venta de un producto y se realizan advertencias al consumidor". El producto aludido, orgullo de los colombianos, es el "Sombrero Vueltiao", mismo que identifica la denominación de origen protegida "Tejeduría Zenú", como señala la citada resolución, que además advierte la imposición de una multa de hasta mil salarios mínimos para quien incumpla lo ordenado en ella, insta a los consumidores a no adquirir imitación alguna y advierte sobre sus alcances a la Policía Nacional, la DIAN y Fenalco, entre otras instituciones del país.
En cierto sentido sorprende, aunque agrada, esta firme postura de la institucionalidad del Estado, representada en este caso por la Dirección de Investigaciones de Protección al Consumidor. También agrada (y sorprende) el nivel de divulgación y respaldo que alcanzó el tema en la agenda pública, gracias al despliegue de los medios de comunicación. Sorprende porque no son comunes las manifestaciones de respaldo y protección a las expresiones culturales de las comunidades indígenas y campesinas, como en este caso están siendo protegidos los intereses del Resguardo Indígena de San Andrés de Sotavento.
Ahora bien, celebrando como tantos este respaldo del Estado, deberíamos abogar porque similares expresiones de protección cobijaran a nuestras comunidades rurales, sean indígenas o campesinas. Contrario a ello, nuestra legislación e instituciones persiguen hoy a nuestros campesinos e indígenas por reproducir e intercambiar materiales vegetales y semillas, acerca de las cuales no pueden tramitar patentes o denominaciones de origen. Pero además, las oportunidades de acceso a mercados son tan escasas que los consumidores no alcanzamos a advertir que deberíamos proteger y resguardar de nuestra agricultura campesina e indígena, y por tanto, la enorme riqueza en biodiversidad que este país pregona, se deteriora día a día, como extensión de aquella sentencia que nadie protege lo que no valora, y nadie valora lo que no conoce.
Lo anterior no debe entenderse como un reclamo por retornar a las villas campesinas o a la producción colectiva, ni es un clamor por la promoción de las eco-aldeas como única alternativa. Pueden serlo, pero no son la única. No se trata de radicalizarse, se trata de reflexionar y actuar en consecuencia. El orgullo que sentimos por los productos y personajes que nos representan, debiera extenderse al orgullo por nuestra tradición rural, por sus personas y sus productos. En contraste, los tenemos en desventaja, marginados y compitiendo con un sistema de registro de patentes que los minimiza, al lado de la capacidad financiera y política de las marcas de agro-insumos.
Pero tampoco se trata solo de orgullo. Lo que debe haber, para ayudar a transformar una compleja realidad social, es investigación, acción y políticas. Tenemos un sistema nacional de ciencia y tecnología, y varios centenares de estudiantes universitarios promoviéndose año tras año. Ahí tenemos un potencial de apoyo a la investigación para reconocer y registrar nuestra riqueza genética… siempre que los estudiantes no renuncien a la investigación porque les "complica la vida" y las universidades no renuncien a las tesis de grado para mejorar sus indicadores de graduados. Con mejor y mayor conocimiento de nuestra biodiversidad, podríamos posicionar en el mercado nuestros propios productos, hacerlos competitivos y demandar su presencia en las góndolas de los supermercados o en las cartas de los restaurantes. No es utópico, al menos en Perú ocurre. Pero, todo requiere un adecuado marco de política pública, y ella, depende de marcos legales consecuentes. Lamentablemente, las voluntades de varios de nuestros legisladores se mueven fácilmente, por la precariedad técnica de algunos, o por la facilidad con la que se les cambia el interés en el beneficio general por la satisfacción de alguno de sus intereses particulares.
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