Traducir poemas o cables de noticias o discursos de Naciones Unidas son caras de una misma moneda, dos mundos distintos, pero al fin y al cabo unidos por la necesidad imperiosa de transmitir a los otros. En la traducción literaria, que puede ser esporádica o permanente, a iniciativa propia o por encargo, predomina la generosidad de comunicar a los otros un destello de lo que pudo ser el original y a sabiendas que solo en la propia lengua original se comprenden los arcanos del alma exaltada.
O sea, tratar de dar a los habitantes de una lengua la posibilidad de acercarse a esos universos ignotos que de otra manera permanecerían ocultos para siempre. Debemos gratitud a quienes a lo largo de los siglos han practicado la tarea de tender puentes imposibles por los cuales leemos los múltiples libros estremecedores que, como la Biblia, conocimos gracias al gran Casiodoro de Reina, librepensador que huyó de España hacia Inglaterra y Bélgica y de ahí de nuevo, otra vez perseguido, a Frankfurt, ciudad de imprentas donde habría de extinguirse.
Génesis y Apocalipsis, Éxodo, el Cantar de los Cantares, Salmos, Hechos, Hebreos, Ruth, son algunos de esos libros y mundos sagrados que descubrimos en ese volumen que nos acompañaba en largas noches de insomnio mientras oía en la radio Philips la voz de otras lenguas envasadas en cartílagos a través de cuerdas radiales invisibles sobre el mar.
La antigua versión de Casiodoro de Reina, realizada en 1569 y revisada luego por Cipriano de Varela (1602) representó para mí el más afortunado hallazgo, pues ignorando hebreos y arameos, fue gracias a ese converso sefardí que me conecté con una palabra que más que divina era canto del tiempo, melodía de milenos, rastro de los humanos en sus éxodos y sufrires. Como mi admirado y rebelde Casiodoro de Reina, muchos monjes anónimos, rabinos o sabios musulmanes de Córdoba, hicieron posible a lo largo de los siglos medievales el trasvase de los clásicos literarios y filosóficos griegos u orientales hacia el mundo contemporáneo y la incesante reconstrucción de los sueños extraídos de las lenguas muertas, donde los eruditos y los especuladores de la poesía celestial escrutaban la noche y viajaban como precursores hacia el origen del universo.
Esos extraños personajes que vivían encerrados en bibliotecas milenarias escrutando pergaminos, hombres extraños, anacoretas del saber, de los que habla el viejo Jorge Luis Borges, inundaron desde temprano las soledades del insomnio nocturno bajo las devastadores tormentas que sacudían las altas montañas de la cordillera en terrenos del Ecuador y su línea imaginaria coronada por la Cruz del Sur.
En esos años Borges fue para los adolescentes que descubríamos sus relatos un verdadero amigo, compañero de colegio iluminado, pues él nunca abandonó esa zona de la vida que es la más auténtica, o sea cuando el escritor lo es antes de serlo y antes de quedar etiquetado con las odiosas medallas de la representación, la apariencia y la veneración de los analfabetas hacia el adulto coronado, hacia el maestro que cruje bajo las medallas de los honoris causa.
Su Pierre Menard y en general todas sus historias de falso
eruditismo autodidáctico, sus exploraciones de lego en materias hebreas que el mismo Gershom Scholem consideraba al nivel divulgatorio de un Papus, sus ruinas circulares, su Golem, su Ariosto y los árabes, El Zahir y El Aleph o La noche cíclica, sus poemas abstrusos, acompañaron esa primera sed de lo otro y parecían la concreción del ocio monástico en que el asexuado y el eunuco se complacen en ser piel de papiro, piel de tableta de Nínive, piel de cuero dibujada, piel de hoja rústica, piel de pluma quevediana.
Otro argentino cosmopolita que pronunciaba las erres con acento francés, Julio Cortázar, es ejemplo de esa tarea imposible de traducir y traicionar. Si muchos escritores se ganaban la vida para no perecer en las agencias de noticias como Onettti o García Márquez o en la aburrida diplomacia, como Alfonso Reyes, el autor de Rayuela, Las armas secretas, Final del juego y Todos los fuegos el fuego, entre otros muchos libros, trabajó como traductor en la Unesco y a lo largo de su vida ganó ingresos extras haciendo traducciones extensas como la de los cuentos de Edgar Allan Poe.
Mucho tiempo después cumplí el sueño de traducir una decena de relatos de Maupassant, el discípulo de Flaubert, increíble creador de ambientes que fabricó su inmensa obra en una década acelerada tras la cual habría de morir de sífilis y locura en un hospital de alienados de París, poseído por los delirios que prefiguró su personaje de El Horla.
La tarea tardó un año porque debía ajustar esa realidad, que hacía simbiois con el lenguaje francés original y era carne de su carne, a otro idioma, el mío, y al deseo de que los textos fueran impecables en el trasvase.
¿Cómo hacer hablar a las prostitutas de provincia en esa casa de citas a donde acuden los burgueses flaubertianos y dar ritmo al viaje de la matrona y sus pupilas a una boda en otro pueblo, donde son consideradas grandes señoras? ¿Cómo comunicar el espanto metafísico de El Horla y las llamas de esa destrucción devastadora, los signos anunciadores y la inmersión en la locura? ¿Cómo no traicionar ese lenguaje popular, esa manera única de bromear y gozar de la Francia profunda, cuya versión al español es imposible? Tal vez los textos en mi versión son más míos que suyos, lo que muestra el drama de esta tarea de sísifos que es la traducción, imposible, pero necesaria, traidora, pero eficaz.
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