César Montoya


De nuestros padres aprendimos que la palabra que se compromete tiene valor de escritura pública. Dar la palabra era un rito sagrado que no era necesario solemnizarlo con el juramento. El sí y el no, eran monosílabos de la majestad de una cordillera. Esa fue la formación que heredamos de los mayores.
Este exordio tiene un norte humano: Agustín Moreno. Su biografía es corta pero elocuente. Ingeniero con amplia experiencia en el mundo bancario y en los medios financieros; además, es un acreditado dirigente deportivo. Por sus arterias corre la sangre de Abrahán Moreno, quien fuera gobernador de Antioquia. En su juventud fue humilde y piadoso monaguillo, adicto a las sacristías. Tiene una íntima relación con Dios, a través de su pariente Esteban Maya, el beato pacoreño.
¿Qué pasó? Moreno era un valioso directivo de un partido político. Cuando se conformó un pool para respaldar a Guido Echeverri en su aspiración de ser gobernador (un Judas, "cristalino" candidato, dechado de "lealtad", que hizo además el milagro de dejar en astillas la Licorera de Caldas) Moreno fue el compromisario de su colectividad.
En los previos diálogos de las fuerzas electorales se convino por escrito, en pacto de honor, que en el evento de una anulación de la elección de Echeverri, el conservatismo que comanda Ómar Yepes, quedaría con el derecho de postular su reemplazo, tal como ocurrió. Con una excepción. El Movimiento de Moreno acarició otras posibilidades para enaltecer a una persona en concreto y desconoció su firma. Éste, indignado, renunció a las toldas en donde acampaba y de lleno ingresó al Partido Liberal.
En esta pequeña historia comarcana están de por medio la firma y la palabra. La firma tiene cartílagos humanos, músculos y arterias; es rúbrica de honorabilidad; es el trasunto del alma. Nos compromete aún después de abandonar la vida. Los hijos deben cumplir, como herencia, las obligaciones suscritas por sus progenitores. Son tan solemnes que la justicia obliga a realizarlas. Es un cobarde quien niega el contenido de lo firmado.
¿Qué decir de la palabra? Godofredo Villegas era un hacendado de Salamina. En cualquier noche jugando dados, en el Club Chambery de la ciudad, apostó su casa y la perdió. Al día siguiente, bien temprano, desocupó su residencia y pese al lloro de los suyos, se la entregó al ganador.
Esa es la estirpe legada por nuestros antepasados. Eran unos campesinos de barba blanca descolgada, altos y garbosos, con la rudeza vital de los vikingos. Ellos, con machetes de filo hiriente, humillaron los fortines de las montañas, derrotaron las bestias carniceras y transformaron la vastedad de la naturaleza en inmensos pastizales. También huyeron en bandadas los pájaros multicolores con sus melodías celestes.
Todos los que tenemos sangre antioqueña venimos de allá. Por eso somos altaneros, con sangre insurrecta, leales a una tradición que se apuntala en monosílabos de gloria. El sí y el no, sintetizan como un hito las condiciones heredadas de esos abuelos que llenan con sus estampas las intimidades de nuestros hogares. Ahí están con sus miradas penetrantes, sus vestidos de paño rigurosamente negros, altas sus frentes, seguras sus manos, como testimonio de una raza invencible.
¿Faltar a los compromisos formalizados en el rudo idioma que convierte los monosílabos en mojones inamovibles? ¡Jamás! Primero la muerte. Se moverán las montañas, los ríos cambiarán de cauce, vendrán las hecatombes, anegarán los aguaceros, se calcinará la tierra, antes que desdorar del contenido de la rúbrica. Esa es la herencia que deja a los suyos Agustín Moreno.
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