Eduardo García A.


Debería declararme impedido para hablar de la nueva novela de Octavio Escobar Giraldo, recién publicada por Intermedio editores bajo el titulo de Cielo parcialmente nublado, porque antes que todo es mi amigo y ambos nacimos en la misma extraña ciudad, Manizales, dominada por la imagen permanente de la Catedral Primada, los volcanes y los amplios espacios naturales que la circundan.
Aunque nos separa una década, crecimos en lugares cercanos y vivimos y deambulamos en la infancia y la adolescencia por los mismos ámbitos inolvidables. Yo abandoné la ciudad a los 17 años, pero Octavio la ha visto transformarse y convertirse en esta urbe moderna, próspera y universitaria de hoy que describe en su nueva novela con minucia entomológica. Como Nabokov al cazar mariposas.
Después de haber explorado la vida campesina de los colonizadores antioqueños en su anterior novela 1851, en esta Octavio Escobar tomó el riesgo de abrir un camino nuevo despojándose de todo artilugio verbal, al explorar el alma de la ciudad moderna y asfixiante contemporánea a través de una familia normal de clase media, vista con la óptica de un hijo que regresa desde el extranjero, en este caso España, a pasar las fiestas y atestiguar el desastre, el vacío, la asfixia, la banalidad de su mundo.
Esa visita es pretexto para un andamiaje de diálogos que bien podrían ser llevados al teatro del absurdo. En este libro Escobar ha disecado un momento de la ciudad actual como si fuera un insecto kafkiano pronto a ser exhibido sin contemplaciones.
He palpado el increíble riesgo de Escobar al escoger el tema más difícil posible y al atacarlo con él descubrimos su conocimiento casi científico de la ciudad y sus gentes de hoy con sus nuevas avenidas y plazas, urbanizaciones que carcomen viejas montañas, sus nuevos estratos, intereses, usos, aspiraciones y frustraciones, en un entramado de cafeterías, restaurantes, supermercados, calles intrincadas, apartamentos, parqueaderos, alcobas, consultorios. Una ciudad que hace tres décadas nadie imaginaba así. Y con el telón de fondo de la política colombiana de siempre y las interminables negociaciones de paz con las Farc.
Lo sé porque ambos nos formamos en el viejo centro histórico art deco y republicano abandonado por sus habitantes de ayer, practicamos hasta el hartazgo las carreras veintitrés y veintidós, Hoyo frío, Chipre, la Paralela, el Carretero, el barrio La Estrella, o el estadio Palogrande, a donde acudíamos chicos y grandes a ver llegar a los grandes campeones de la Vuelta a Colombia. A mí me tocó ver a "Cochise" Rodríguez y a él sin duda le correspondieron otros escarabajos.
Y conocimos la vida taurina de las Ferias: por mi lado vi a El Cordobés, El Viti, Pepe Cáceres, Paco Camino y Palomo Linares con mi tío Migdonio, y Octavio tal vez otros diestros más jóvenes como César Rincón.
Experimentamos también la rica vida cinematográfica de la ciudad en el Cine Colombia, a donde llegaban todas las novedades estadounidenses, y los Teatros Manizales, Fundadores, Cumanday y Caldas, donde vimos las mejores películas del momento. Yo, que soy mayor que él, tuve la fortuna de ver de niño, acompañado de mi madre Cleo, la película Orfeo negro, ganadora del festival de Cannes, en el increíble Teatro Olympia, mucho antes de que fuera destruido y Grand Prix con Yves Montand en el recién construido Teatro Fundadores. Y ambos, en diversas épocas, vivimos los mejores momentos del Festival Internacional de Teatro.
Vi a los cuatro años la llegada de la Miss Universo Luz Marina Zuluaga desde una ventana en la esquina del Parque Caldas con la veintitrés y diez años después en La Rampa asistí a los 14 años al primer cóctel de mi vida ofrecido por el Festival del Teatro, donde me deslumbró la belleza de la reina universitaria Valentina Marulanda.
Octavio era entonces un niño y no podía saberlo. Su Manizales es otra.
Somos pues manizaleños absolutos, de clase media, marcados por la impronta del catolicismo fanático y la mojigatería ambiente, y conocemos al dedillo todos los defectos del provincianismo asfixiante y las cualidades intrínsecas de nuestra sociedad de origen antioqueño, a la vez generosa y discriminadora, apasionada por la chismografía, la hipocresía, el clasismo y el racismo velados, el arribismo, el culto a la apariencia y al qué dirán y muchas otras cosas indecibles, como que de día la gente se porta muy bien y de noche se desata en los antros del vicio y los moteles del coito.
Pero además ambos somos novelistas, narradores, y hemos escrito sobre la ciudad donde nacimos y crecimos, lo que es una locura o un suicidio literario, ya que la nuestra no tiene la vistosidad comercial de Medellín o Cali, cuyos novelistas saltan fácilmente a la fama con sus sicarios y narcos o sus salsómanos, ni la complejidad industrial de Barranquilla o el barroquismo centenario de Cartagena o Bogotá.
A los escritores manizaleños nos toca luchar contra el estigma del grecoquimbayismo que se nos imputa aunque no lo practiquemos y salvo el caso de Bernardo Arias Trujillo, carecemos de una tradición centenaria como las otras ciudades, por lo que somos todavía precursores como lo fueron los naturalistas José Naranjo e Iván Cocherín, el existencialista José Vélez Sáenz, y los contemporáneos Jaime Echeverry, Adalberto Agudelo y Néstor Gustavo Díaz, entre otros muchos.
Nos toca nombrar por primera vez su luz, naturaleza, gente, calles, angustias y frustraciones, sus pobres y ricos, sus políticos corruptos y revolucionarios y periodistas aniquilados. Nos toca construir casi sin cimientos. Por eso esta extraña novela es tan original e inquietante. Cielo parcialmente nublado es un artefacto necesario que nos estremece mucho más si somos manizaleños y a la vez tratamos de nombrar y escribir lo innombrable. ¿Cómo la leerán dentro de cien años los de aquí?
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