Andrés Hurtado


La tranquilidad absoluta de Reykjavik es envidiable. Algún otro robo ha habido y han sido turistas los culpables. La labor de la policía se limita prácticamente a recoger borrachos. ¿Cómo así? En Islandia la prohibición del alcohol ha sido siempre severísima; sin embargo, y como es de pícara y comprensible lógica, los islandeses consiguen el licor como sea o lo fabrican en alambiques caseros. Desde 1912 hasta 1989 solo se permitía consumir o producir cualquier bebida de licor con porcentaje inferior al 2,2% en alcohol. Las protestas en todo este tiempo fueron tan fuertes y tan constantes que en 1989 hubo una liberalización y se autorizó a los irlandeses a beber cerveza que tenga un porcentaje mayor de alcohol del 2,2%. Esta nueva normativa fue tan importante para el pueblo, que desde ese año se celebra el "Bjórdagurinn" o sea el día de la cerveza. En la época de mayor prohibición algunos bares canalizaban en tubo licor traído del extranjero y lo servían a los parroquianos directamente del grifo como si fuera agua y así lograban engañar a las autoridades.
Esta historia debe hacer pensar en la necesidad de liberalizar o legalizar, (lo que sea menos malo, lo que mejor convenga) el uso de algunas sustancias como la marihuana; pero en el relato que me ocupa eso es harina de otro costal.
En el centro de la ciudad vieja hay un lago precioso rodeado de jardines y a él acuden los ciudadanos a descansar y a mirar los cisnes, los patos y las gaviotas. La ciudad ha levantado muchas estatuas a sus héroes, escritores y hombres representativos del pasado. Debo decir que los monumentos no tienen grafitis, ni letreros ni mamarrachos y tampoco se ven estas muestras de la "cultura" de los bárbaros en las paredes de las casas y negocios. Reykjavik, definitivamente, es una ciudad de encanto. Los negocios, los muchos almacenes de souvenires, los pubs, los restaurantes y las agencias de viajes están concentrados en una cuantas calles del centro. Los souvenires más preciados tienen que ver con la lana.
La primera visita que hicimos fue a la Bláa Lónid, la Laguna Azul. La palabra Bláa nos entronca con las lenguas hermanas del islandés. En alemán se dice blau y en inglés blue. En noruego y en sueco se dice bla. Incluso en francés, cuyo origen es otro, el románico, se dice bleu. Se trata de una laguna termal de aguas azules. El vulcanismo dota a Islandia de fuentes termales en todo su territorio. La temperatura de la laguna alcanza 70 grados centígrados y el agua es rica en componentes salinos hasta el 18% y por ello las propiedades son benéficas para enfermedades de la piel y respiratorias. Con los barros se fabrican productos medicinales y cosméticos. El paisaje circundante de la laguna es de desolación total: campos y campos de lava sobre la cual crecen algunos líquenes y musgos de color grisáceo. La Laguna Azul se encuentra a media hora de la capital y a 15 minutos del aeropuerto internacional.
Para este viaje estuve integrado a un grupo de 10 personas de habla castellana. Había cuatro catalanes, todos muy "majos", como dicen los españoles. Un matrimonio compuesto por Joseph i Teresa. Atención, la "i" es en catalán. Las otras dos personas son madre e hija, María Angels y Nuria. Asía, pues, guiados por Julio salimos en una lujosa camioneta con la intención de dar la vuelta completa a la isla por la carretera nacional número uno, la Ring Road. Invito a mis lectores a este viaje fabuloso.
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