César Montoya


Margarita es una gallina de color azabache. Teo, su compañero, tiene cresta de un rojo abusivo, el cuello coposo de fulgor escarlata y la cola arqueada de tono gris. Teo es su machucante reiterativo, de sexo insaciable. Mantiene agotada su concubina. Pero además ¡quién creyera! le es infiel. Está enamorada del celador del barrio. Al agonizar el sol de los venados, se acurruca en el portalón de la entrada aguardando a su amado. Cuando este llega, esponja el plumaje, le hace melindres y luego se acuclilla. El centinela la alza con cariño y la lleva a la baranda en donde ha de pernoctar. Sabe él que el animalillo lo espera y nunca le falla en ese vespertino ceremonial.
Este fortín campestre tiene tres perros. Damián es negro. Está viejo y enfermo. No ladra y busca sitios escondidos para administrar su derrumbada ancianidad. Luna es la otra. Luce orejas altas, tiene hocico olfateador, vigoroso el cuerpo y late con eco de campana. Lola es una chiquitina festiva, enamoradiza y loca. Los tres cuidan la escondida microfinca que su dueño supo empotrar en la ciudad.
Me encuentro en la estancia bucólica del acuarelista Jesús Franco Ospina. No se le notan los 80 años. Pisa recio, habla duro, regaña la servidumbre, convoca a los suyos y a sus amigos los recibe con un corazón oceánico. Este es un sitio de visita obligada para los intelectuales. Tiene un mosaico fotográfico asombroso. Aquí veo al genial poeta Pablo Neruda dándole un abrazo, a Otto Morales con el estrépito de una carcajada que despeña catedrales, a Belisario Betancur jocundo y alegre, al maestro Arenas Betancur cabalgando sobre Clavileños aéreos, a Jorge Mario Eastman glamuroso y apuesto, al bardo ansermeño Augusto León Restrepo, al príncipe de Neira Augusto Arango Cardona y cuelgan por doquier estampas de mujeres jóvenes que le amargaron la travesía de la vida.
Chucho Franco, como amistosamente se le llama, es toda una institución del arte pictórico. Galopa sobre los años con donaire juvenil. Tiene el color moreno de los céfiros, mirada melancólica y voz recogida para contar los sorprendentes capítulos de sus azarosas trashumancias. Se hizo solo. Siendo un pilluelo en el remanso geográfico de su natal Sevilla, resolvió, un día cualquiera, abandonar su pegujal para buscar otros linderos. Estuvo aquí y pernoctó allá, acumuló experiencias de bohemio, buscó la orilla erótica de las mujeres livianas y ensayó su mano para el pincel. Sorprendido de sí mismo, descubrió que su imaginación descifraba paisajes, que sus dedos tenían una congénita destreza para encontrar el alma que aletea en la naturaleza y que sus ojos veían lo que otros no captan porque no los asiste el ángel travieso de la transfiguración. Para lograr profesionalismo, fue alumno de academias y después profesor de las mismas. Subiendo peldaños, coronó un arte perfecto y se convirtió en dómine de la acuarela.
Jesús está doblado de intelectual rebelde. Maneja una inerme potencia espiritual que lo abastece de fulguraciones estéticas. Iconoclasta de religiones, alimenta una inteligente insurgencia, escribe prosas, hace logomaquias interminables, su discurso sube de tono cuando un whisky calienta su garganta para retroalimentarse en lirismos nostálgicos. Pero ante todo, es un poeta. El cerebro delata la musa que interiormente lo agita. Viste el delantal blanco de los artistas, colecciona paletas con las que hace revoluciones imaginarias sobre el lienzo, y su mirada tiene dolor de ausencia. Su estancia virgiliana de tres niveles la bautizó como “El Balcón de la Luna”. Solo a un soñador se le ocurre tal invocación al astro de los enamorados. Sabe rimar sus chorros inspirativos y por entre el ritmo de sus composiciones espejea una diluida saudade, cosecha del universal mundo de sus experiencias. Todo ese acopio de virtudes las corona como rey del diálogo. Le gusta ser oído en sus disertaciones que matiza con anécdotas, las apuntala con exclamaciones insólitas y finaliza sus peroratas para alzar la copa de Baco en un brindis generoso.
En resumen, Franco es acuarelista, escritor, poeta clandestino, orador con un invisible auditorio de castálidas perplejas, fundador de su propia religión, irreverente, ególatra y locuaz. Es un longevo juvenil.
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