José Jaramillo


Cuando se decantan en la vida la mayoría de los prejuicios, se ve pasar el cortejo social como cuando desfila un circo, con fieras enjauladas, muchachas con poca ropa y muchas cremas y colorines, payasos que cubren sus tristezas con pelucas y narices postizas, musculosos trapecistas de pelo entrecano y enanos que saltan y se empujan entre sí. Y se siente una indiferencia glacial, nórdica, antártica, con un "me importa un carajo" dibujado en el rostro. Por asociación de ideas, las fieras se asimilan a los políticos que se pelan los dientes y se muestran las garras entre sí; las muchachas a los maniquíes que representan la frivolidad, con siliconas y remiendos incluidos; los payasos a los "honorables" que hacen el oso en los debates parlamentarios; los trapecistas a los maromeros de las bolsas de valores; y los enanos a los minúsculos personajes que entretienen y halagan a los poderosos.
Entonces, cuando las ambiciones se han marchado, las nostalgias ya no duelen y se descubre que lo mejor que tiene la vida son los niños, el agua y las flores, se magnifica la grandeza de los humildes, la de quienes suben al podio empujados por el esfuerzo y el sacrificio; ascienden a los altares por los méritos de su entrega al servicio de los semejantes; triunfan en el arte o el deporte y buscan a los desvalidos para compartir con ellos las mieles de sus éxitos; o se topan con la suerte y no se marean con la riqueza y el poder.
Jesús de Galilea hizo su "campaña" evangélica comenzando por entrar triunfante a Jerusalén en un burro prestado y transmitió sus mensajes, que han trascendido los siglos, en un lenguaje simple, para que sus enseñanzas permearan las mentes de los humildes. No tuvo el Maestro, según narran las escrituras, segunda muda. La túnica inconsútil, que fue todo el ajuar que le prepararon la Virgen María y Santa Ana, crecía con Él y le duró hasta que se la jugaron a los dados los soldados romanos, lo que quiere decir que todavía estaba en buen estado. Con esa actitud humilde, Jesús, a quien por fortuna para los cristianos no le gustó la carpintería, instituyó una doctrina religiosa que ha trascendido los siglos.
Gandhi, el filósofo del pacifismo, por su parte, se enfrentó al poderoso imperio británico, reclamando para su pueblo indio la independencia a la que tenía derecho, usando únicamente el poder de la palabra y una actitud pasiva que resultó superior a la arrogancia de los ingleses y a sus armas. Pobre de solemnidad, al Mahatma tampoco le preocupaba mucho la ropa. Él mismo tejía las telas y elaboraba las túnicas, que no variaban en estilos y colores, porque su idea no era competir con Armani o Saint Laurent, sino cubrirse lo indispensable. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, impartía órdenes a sus seguidores, para orientar una resistencia pasiva que dio sus frutos y la India recuperó su independencia.
Estos ejemplos, la tranquilidad conquistada, la ambición superada, los buenos libros y el sol que sale cada día, le permiten al sabio decir, como el maestro Echandía: "¿El poder, para qué?"
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