Jorge Raad


Si hay una actividad sensible para la sociedad es el ingreso a la universidad de los jóvenes que aspiran a formarse, porque es esta la acción que debe preponderar en las instituciones de educación superior, y dejar de lado la instrucción sin ninguna consideración humanística para los futuros egresados.
A través de los siglos, la presencia de alumnos y maestros ha sido indispensable en la formación, aunque parezca sobreentendido, porque la interrelación entre ellos es fundamental para lograr en las nuevas generaciones cada vez mejores personas, mejores profesionales, mejores ciudadanos y mejores padres. No todo está en el ciberespacio.
Lograr un cupo en la educación superior se ha vuelto obra de titanes, independientemente de la calidad, la cual se ha convertido en un sino del que pocas entidades realmente salen plenamente airosas, sin los embustes de muchos administradores.
Son muchos los factores que inciden en que no haya una plena equidad entre los deseos de los bachilleres y sus familias, y el ingreso a la universidad, en el área de su vocación, la cual es indispensable para formarse con todos los pergaminos personales. En la actualidad hay severos reparos a la probidad en el proceso de ingreso de muchos aspirantes a las instituciones de educación superior.
Una vez descartado el curso doce en la educación secundaria, que debería ser de estricta formación, por ser una falacia para obtener un mejor rendimiento integral, deben contemplarse los años que se dedican a la formación universitaria hasta obtener un título que respalde para ejercer una profesión. La tendencia parece estar del lado de la reducción de años universitarios y transferirlos a procesos diversificados y más profundos, con el fin de tener más y mejores profesionales en áreas de la entera satisfacción del universitario, más allá de un título, sin que ello quiera decir que están dentro de los programas de maestría o doctorado.
La perspectiva de disminuir los años universitarios no es nueva y se impondrá mucho más, pues el Estado y la sociedad están limitando el ejercicio pleno de las profesiones tal y como existieron hasta los inicios del siglo XXI. Un ejemplo clásico es el recorte dramático de funciones a las que se enfrenta un médico general en su ejercicio diario, pues para ello no necesita haber asistido a la universidad durante siete años completos. Para adecuar estos procesos se hace necesaria una revolución curricular, a la que no están dispuestos docentes ni autoridades universitarias, tanto de las instituciones estatales como de las privadas, sean o no confesionales.
Debe imponerse una mayor facilidad para el ingreso a la universidad con base en las cualidades de los aspirantes. Hay que recordar que todos aprenden de todo con un mínimo de coeficiente intelectual y solo el tiempo define la finalización de la preparación de una persona para obtener su título. Es aquí en donde una vez reducidos los años, o sin esta premisa, puede lograrse una buena estrategia educativa, en la que los estudiantes que deseen ingresar a la universidad, sobre todo a la estatal, completen un proceso de seis meses en los que se defina bajo estrictos controles, seguimientos y confrontaciones con el estudiante, si tiene las cualidades para formarse en una determinada profesión.
Un examen, una entrevista, unos análisis psicotécnicos por una vez en forma individual, o todos en forma conjunta, no son suficientes para decidir el futuro de una persona que quiera ser profesional en un área determinada. No son los estudios preuniversitarios los que van a definir la vocación real y firme de un estudiante y futura persona líder de la sociedad.
Nota: El 1 de marzo de 2013 "L’Espresso" publicó en la columna "Settimo cielo" de Sandro Magíster: "En los dos, -cónclaves-, de 1978, los que eligieron como papas primero a Albino Luciani y luego a Karol Wojtyla, a los purpurados se les entregó un dossier preparado por el grupo pensador boloñés de Giuseppe Dossetti, Giuseppe Alberigo y Alberto Melloni, que incluía un capítulo detallado sobre lo que el nuevo elegido debería hacer en los primeros "cien días": abolir las nunciaturas, hacer elegir a los obispos por las respectivas regiones eclesiásticas, conferir poderes deliberativos a los sínodos de los obispos, instituir al vértice de la Iglesia un órgano colegial "que bajo la presidencia personal y efectiva del papa trate por lo menos bisemanalmente los problemas que se plantean a la Iglesia en su conjunto, tomando las decisiones oportunas". ¡La democracia, en donde no debe existir! ¡Aspirantes a obispos en campaña!
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