Óscar Dominguez


Para el Dalai Lama, compartir lo que se sabe es una forma de alcanzar la inmortalidad. Como estamos en pleno mes del maestro, recordaré algunos inmortales que trataron de desasnarme.
La señorita Esilda Vahos Agudelo no me ocultó ninguna de las 29 letras del alfabeto en su kinder de Berlín-Aranjuez, en Medellín. Como aplastateclas, estoy endeudado con quien me puso en el camino del periodismo, un destino en el que triunfé tan estrepitosamente que nunca conseguí plata. Su retrato me mira desde su reposada y enigmática sonrisa.
Don Bernardo Cardona, "Tomate", maestro en la Escuela José Eusebio Caro, nos presentó amigos eternos como Pinocho, Gulliver, Pulgarcito.
El padre Iván Vásquez daba latín, una lengua muerta (de la risa) que es más fácil olvidar que aprender. Nos encimó el "Gaudeamos, igitur…", y el canto gregoriano. Decía que el quid está en necesitar poco, no en tener mucho. No soy ateo para no defraudar a quien casi me vuelve cura agustino en el seminario de La Linda, a un rosario a pie de Manizales.
Don Nicolás Gaviria nos acogió en El Colombiano de Educación a quienes no dábamos pie con bola en otros colegios. No sé si lo decía él, o el cigarrillo Pielroja que siempre lo acompañaba: Si el alumno no supera al maestro, fracasó el maestro. Y les daba crédito a los tibetanos.
Martín Uribe, entrenador de fútbol envigadeño, nos enseñó a disfrutar igual los triunfos que las derrotas. El fútbol por el fútbol. Nos prestaba o alquilaba lágrimas para llorar cuando nos goleaban.
El hermano Gilberto, "Dictadura", lasallista, daba geometría. Con él aprendimos a descifrar el teorema de Tales, versión de Les Luthiers. Le debo una palabra misteriosamente bella e inútil: hipotenusa.
Alberto Monsalve, también lasallista, hacía digeribles las clases de anatomía porque les metía sicología y poesía. Por él supimos que "nos habita" un músculo llamado esternocleidomastoideo. Desde que lo supe, soy un almud más feliz.
El "Gato" Óscar, del Manuel Uribe Ángel, explicaba la ley de la inercia a partir del billar. Aprendimos de carambolas, poco de física.
El chileno Jenaro Medina, fundador y director de la revista VEA, nos repetía este mantra: "El reportero no tiene derecho a tener mala suerte, ni a carecer de fuentes".
Sin excepción, siempre me llevé de maravilla con mis profesores de literatura, incluido fray José Carvajal Londoño, otro agustino de La Linda, quien no solo me guió en asuntos literarios sino que me leyó la epístola de San Pablo en Suba, Bogotá. Encimó vinillo que le quedaba de las bodas de Caná para celebrar mi casorio.
Si no aprobaba literatura, los profesores me la aproximaban al tres raspao porque tenía idea de garrapatear cuartillas, así no supiera si Cervantes nació o murió el 23 de abril.
El periodista A lberto Acosta, hijo ilustre de Itagüí, fue un "abuelo solitario" fundador de noticieros de prensa, radio y televisión. Nunca sacaba vacaciones. "No me crea tan pendejo: ¿pa qué que se den cuenta de que no hago falta?", me respondió cuando le pregunté cuándo descansaba.
Me enriquecí lícitamente en un taller literario del argentino Tomás Eloy Martínez. Enseñaba que más vale una mala crónica escrita, que una no escrita, y que el periodismo sirve para vivir (levantar para los garbanzos) y para la vida (crecer interiormente).
Uno veía sonreír a Don Alfonso Lopera, director de la Escuela de Periodismo de la U. de Antioquia, y entendía que a esta vida hay que meterle su sobredosis de ética y estética. Agradecido.
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