César Montoya


Tengo un panorama óptico del derecho en el Departamento de Caldas adherido a unos pocos personajes. Tulio Gómez Estrada tenía su oficina al lado de la de Juan Botero Trujillo quien me había dado albergue tan pronto renuncié voluntariamente al boato judicial. De unos sesenta años, vestido siempre de color opaco, el cuerpo ligeramente inclinado, piadoso, mirada de cordero. Era suave en el trato, tímido, con un diluido carisma sacerdotal. El vecinaje me permitió conocer una mujer pintona, de carnes apretadas, quien, marrullera y fisgona, maliciosamente se deslizaba hacia su oficina. La suspicacia indígena cubre de fantasías adicionales esta memoria. Elías Gómez Robledo era un dandy. Alto como una jirafa, de bella estampa, impecable en su atavío, exquisito en el hablar, recatado y prudente. Gilberto Mejía Ocampo era el prototipo de una parsimonia meditativa. Discreto, utilizaba su voz en tono menor, católico a rabiar. César Gómez Estrada recaudaba las venias de los abogados que reconocían en él una sabiduría jurídica de inabordable dimensión. En el campo penal Hernando Lozano Palacio era un versátil semidiós apoderado de los estrados, Carlos de la Cuesta Betancur tenía el cetro de los artificios, Jaime Chávez Echeverri era el rey de la logomaquia inteligente, Alfonso Muñoz Botero de lengua trabada pero en el clímax de sus discursos, fogoso y sentimental, Pedro Nel Jiménez, desparramado en el verbo e insustancial en el contenido y Fernando Londoño amazónico en el privilegiado parto de sus musas.
Estas añoranzas reverdecen ahora al leer la "Historia Judicial de Caldas" escrita, en tres lujosos tomos, por Jaime Enrique Sanz. La suya es una investigación copiosa, desentrañadora de la menuda anécdota que reposa en los anaqueles de los juzgados de este departamento, con sus leyendas curiosas, surgidas del veleidoso trasegar del hombre.
Es un personaje singular el autor de esta obra. Abogado con profunda idoneidad jurídica, juez y magistrado, catedrático, sapiente escritor sobre temas de derecho, deportista, diplomático ad honorem, litigante, alpinista intelectual. Es tenuemente bermejo, anguloso su rostro, con nariz de águila, mirada tranquila, calmoso en su comportamiento. La suya es la estampa de un abuelo benévolo. Tendrá algún parentesco cercano con Buenaventura Sanz muerto en trágico accidente automovilístico cuando se desempeñaba como diputado de Caldas. En representación de la Duma Departamental me correspondió, allá en Supía, llorar líricas palabras en su sepelio. Tula, como cariñosamente le decíamos, fue un vigoroso estandarte del conservatismo regional.
En Jaime Enrique Sanz priman los mensajes espirituales, la tenacidad obsesiva, el hacer. Solo un hombre así, con tantos atributos, podía culminar, a plenitud, su gran propósito trascendente en esta Ínsula Barataria. Su esfuerzo plasmado en tres volúmenes enjundiosos, registra nuestra versátil historia jurídica matizada de evocaciones y de vivencias desmusgadas, sobre los héroes anónimos que sirven en silencio las exigencias de la justicia.
Hacen trasbordo hacia la intemporalidad personajes del calado de Otto Morales Benítez, Gerardo Arias Mejía, Fabio Calderón Botero, César Gómez Estrada, Rodrigo Jiménez Mejía, Carlos Ramírez Arcila, Óscar Salazar Chávez, Humberto de la Calle Lombana, Augusto Trejos Jaramillo, Hernando Yepes Arcila, Julio César Uribe Acosta y muchos más que de par en par abrieron las puertas de la gloria. Sin desconocer los nuevos valores: César Augusto López, Ramiro Henao Valencia, Aristides Betancur, Ariel Ortiz Correa, José Fernando Ortega, todos estos, maestros en el foro.
Nadie, hasta ahora, había tenido los arrestos de Sanz para entregarle a este departamento un compendio completo de los hombres que, con virtudes excelsas, han oficiado en el templo de Temis.
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