Carlos E. Ruiz


La vida es tema recurrente, con sorteos de lujuria, desparpajo e ilusión. Con disminución de la vida el hablar correría la suerte oscura. Se vive como un estar ahí, sujeto a los entornos, pero no comprometido con ellos. La naturaleza marca las individualidades con sensaciones de extrañeza. De ahí el sentimiento de extranjero que suele marcar la condición humana. Fernando Pessoa escribió: "Somos extranjeros/ allí donde moramos".
Y Albert Camus, uno de los más jóvenes premios Nobel de literatura, publicó novela con el título "El extranjero" (1942), bella y estremecedora, de sólida estructura. El personaje, señor Meursault, vive la vida en un medio donde se siente forastero, indiferente, sujeto a las sensaciones primarias. Oficinista que recibe noticia de la muerte de su mamá; el jefe le da permiso para ir al hospicio donde la había dejado ante la imposibilidad de sostenerla. Actúa con frialdad en el medio y ante el cadáver, sin llanto alguno, lo que causa sorpresa e indignación.
En el trabajo sentía deseos por María, compañera, con quien termina nadando en el mar y haciendo el amor, sin asomo de sentimientos diferentes al instinto. María lo quiere como esposo, pero él no tiene idea de qué significa, ni se interesa en saberlo. Con los vecinos de apartamento tiene apenas relaciones de encuentros ineludibles. Con uno de ellos, Raimundo, vive situaciones derivadas de la supuesta infidelidad de la esposa. Se enreda en acompañarlo, con otro, y presencia un primer jaleo con dos árabes, uno de ellos el señalado ocasionante de la infidelidad. Después el propio Meurseault toma con frialdad el revólver que portaba el marido. Transcurren horas con el calor del silencio, el rumor del agua y la flauta de un árabe encubriendo la tensión. Va solitario por la playa, en busca de lo que no se le ha perdido, con el arma en el bolsillo sujeta en la mano. Se acerca a los árabes tendidos en la playa, y en la proximidad el acusado le esgrime un cuchillo para intimidarlo. Meursault le dispara, con absoluta frialdad, "cuatro golpes breves" y el hombre muere. Es detenido y encarcelado. Lo enjuician y lo condenan a la guillotina.
En la cárcel, Meursault la pasaba con indiferencia, pero hizo más llevadera la situación de presidiario al cambiar el aburrimiento por los recuerdos. Reflexiona sobre las sombras en la celda al caer la tarde. Escucha su propia voz. Y todo le es extraño. De pronto encuentra pedazo de periódico debajo de la colchoneta con fragmento de la historia de un hombre que salió de su aldea para buscar fortuna en otra parte y a los 25 años de ausencia regresa con mujer e hijo y se aloja en hotel de su mamá, quien no lo reconoce, pero la mujer y el hijo quedan en otro hospedaje. El hombre deja ver el dinero que lleva, y la mamá con su hermana lo matan en la noche para hacerse a la fortuna. La esposa en la mañana viene y cuenta la identidad del hombre. El desespero es tan grande que la mamá se ahorca y la hermana de ésta se tira a un pozo. Meursault medita en la consideración que nunca se debe jugar.
Tiene conciencia sobre el ayer, el hoy y el mañana, con las horas sin nombre y el silencio en cortejo. Sometido a juicio con interrogatorios, su actuación de criminal la explica como algo debido al azar. Mató sin intención, sin proponérselo, porque quizá tocaba, era la determinación de un destino fatal, pero llega ante los jueces a comprender su culpa. No le faltó en algún momento el deseo de llorar, que califica de estúpido. Aparecen declaraciones de diverso tono, como la del que asevera que todo es verdad y nada es verdad.
La novela tiene el atractivo de lo poético, acentuado hacia el final. Al ser conducido desde la sala del juicio en carro hasta la prisión, observa el encanto de la ciudad que amó, y el rumor de la penumbra al llegar la noche en el puerto. Descubre que ese momento era el que lo había hecho feliz al estar en libertad. Reflexiona sobre el destino, al conjugar los cielos del verano con los sueños inocentes que se tienen al saberse prisionero. Un pensamiento le desliza: "he de reconocer que el interés que uno despierta en la gente no dura mucho". Los recuerdos le asedian. Evoca en la infancia y juventud el barrio de su vida, los olores del verano, las tardes amables, el porte de su deseada María, quien le escribe y le visita con la esperanza que al salir Meursault de la cárcel podrán casarse.
Al final las autoridades pronuncian sentencia de someterlo a la guillotina en plaza pública, en nombre del pueblo francés, pero no por el asesinato cometido sino por su insensibilidad, entre otras por no haber llorado en el funeral de su mamá. Los pensamientos no cesan en él, hasta considerar que no siempre es posible ser razonable. Un clérigo-capellán lo asedia, con impertinencia, en contra de su voluntad, para llevarlo al arrepentimiento y para asistirlo en sus momentos finales. Meursault le dice no creer en Dios y no tener el más mínimo interés en ser conquistado para la fe. Diálogos forzados e intrépidos que llevan a nuestro personaje a aceptar que no tiene esperanza alguna y que su muerte será total. Con la insistencia absurda el clérigo le indaga sobre la manera como él concebiría otra vida, y Meursault de inmediato dice imaginar otra vida donde pudiera recordar a esta.
Indiferente ante deidades, vidas y destinos, la meditación contenida en los últimos párrafos es una despedida, con el recuerdo del asilo que tuvo a su madre, donde suponía que las noches también eran como una tregua melancólica. Meursault parecía vivir la última noche, cargada de signos y de estrellas, lo que le permitió abrirse "a la tierna indiferencia del mundo".
No dejamos de ser extranjeros donde nos movemos, soñamos y amamos.
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