José Jaramillo


José Jaramillo Mejía u Escritor u josejara@une.net.co
Inmerso en el tráfago de urgencias y compromisos, necesidades creadas por el consumismo y la asfixiante tecnología, que a unos está alienando y a otros incomoda, cómo es de bueno llegar a un oasis de lecturas viejas, de recuerdos gratos y trivialidades, ingenuos tal vez pero plácidos, como quien se sienta en un barranco caminero a ver de nuevo la película de la vida, editada para cortarle las partes amargas. Es entonces cuando acuden a la mente personajes que se conocieron en tiempos muy lejanos y ahora regresan envueltos en la bruma, para admirar de nuevo sus valores y sonreír con sus ocurrencias.
Javier Arias Ramírez fue un poeta oriundo de Aranzazu (Caldas), que después de abandonar el solar nativo, donde exhibió su magnífica voz de tenor en el coro de la iglesia parroquial, y fue maestro de escuela, empacó lo poco que poseía y se fue de trashumancia por el país, sin más recursos que su ingenio para petardear a los amigos, su homosexualidad sin disimulos, su cultura literaria, especialmente poética, que le servía para enriquecer las tertulias y ejercer la bohemia por cuenta de los amigos; y su inspirada poesía, que de vez en cuando recogía en pequeños libros, que no tenían definido el precio de venta, sino que Javier simplemente le preguntaba al amigo objeto del sablazo, cuando iba a autografiarlos: “¿De cuánto querés que te haga la dedicatoria?”.
Manizales, Bogotá, Cali… fueron los escenarios donde el poeta desempeñó el oficio de no hacer nada fijo, sino picar en una y otra parte trabajos ocasionales, en los que no duraba acosado por el afán migratorio; o lo despedían porque las prolongadas veladas de bohemia le impedían madrugar a cumplir horarios laborales.
Sin embargo, se las ingeniaba para subsistir. Alguna vez estaba en la puerta de una librería, en Bogotá, contando una plata, cuando se le acercó un amigo. A la pregunta de éste, acerca del origen del dinero, Javier le contestó que la librería le había pagado unos libros. “¿Y tantos habían vendido?”, dijo el amigo. “No, qué va, contestó el poeta. Lo que pasa es que yo los dejo en consignación, después me los robo y los vengo a cobrar”.
La poesía de Javier Arias Ramírez tenía la entonación de los poetas malditos y, además, éstos eran sus ídolos: Baudelaire, Verlaine, Rimbaud… Y también Darío, Poe y Vallejo, que compartían con Javier lo que alguien llamó “angustia existencial”.
Para confirmar lo dicho, así decía en su soneto Sabiduría: “No me arrepiento de mi haber vivido; / yo siempre hago lo que tengo en gana, / no sacude mi sueño la campana / ni mi pereza lo que no he tenido. (…) Jamás he ambicionado la gloriola / ni la importancia de los pavos reales / ni tampoco del santo la aureola. / Yo solo aspiro a ser como la ola / que inmersa entre sus móviles cristales / va en medio de otras pero siempre sola”.
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Javier Arias Ramírez fue un poeta oriundo de Aranzazu (Caldas), que después de abandonar el solar nativo, empacó lo poco que poseía y se fue de trashumancia por el país, sin más recursos que su ingenio para petardear a los amigos.
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