Augusto Morales


Cada punto de la reforma constitucional a la justicia, como algunas otras escasas reformas, despierta enconadas y apasionadas polémicas. Y no es para menos, pues ahora está más cerca en juego no solo la suerte de una de las tres Ramas del Estado y el rumbo que tomará frente a la comunidad, sino porque afecta múltiples o plurales intereses y fuerzas de poder. Lo último que se conoce es que mientras la Corte Suprema de Justicia apoya lo que existe en el sexto debate, los Consejos de Estado y Superior de la Judicatura abogan porque sucumba el proyecto y se tramite otro, producto de una concertación.
No es de común ocurrencia que un proyecto de reforma constitucional, o de ley, se socialice con los interesados en el tema, lo que sí ocurrió con el proyecto de modificación a la Rama Judicial, ‘untándola’ así de algo de democracia, y aunque se critica los largos meses, al parecer de inane discusión en búsqueda de consenso del proyecto antes de su presentación por el Gobierno a consideración del poder Constituyente (Congreso de la República), los ires y venires parecieron congregar luego la voluntad afirmativa de los Supremos Tribunales de Casación y de lo Contencioso Administrativo, dejando a un lado la desesperada lucha del Consejo de la Judicatura por evitar su desaparición. A estas alturas (restan únicamente dos debates en la Cámara de Representantes para eventualmente convertirse el proyecto en norma constitucional) sigue en una completa incertidumbre sobre lo que finalmente acaecerá.
Uno de esos puntos polémicos lo constituye precisamente tanto el aumento del período (de 8 a 12 años), como de la edad de retiro forzoso (de 65 a 70 años) de los magistrados de las Cortes Suprema de Justicia, Constitucional y Consejo de Estado (¿Por qué no al Fiscal?), con lo que se modificaría el artículo 233 de la Constitución, cuestionamiento que se ha agravado al plantearse incluirse su vigencia incluyendo a sus actuales integrantes.
Dice la experiencia que el período de ocho (8) años de un Magistrado de esas Cortes es un lapso sumamente breve, pues el cúmulo de trabajo que encuentra al posesionarse difícilmente le permite desempeñarse a cabalidad en el destino; no se aprovecha debidamente la sabiduría que pueda ostentar, sino que afecta la estabilidad o permanencia de la jurisprudencia: Cada quien -y es humano-, aspira a dejar su impronta en el corto camino que recorre. Doce (12) años no anquilosa el papel de esos juzgadores, pero tampoco dinamiza sus dictámenes hasta el punto de afectar el principio de la seguridad jurídica.
Si se aumenta la edad de ingreso a esas altas Cortes (50 años como mínimo), y se mantuviera la ‘vida útil’ actual (hasta los 65 años), se me ocurre que no serían muchos quienes podrían cumplir con el período de 8 años vigente, como también no serían pocos a los que se les impediría eventualmente llegar por no poder abarcarlo completamente. Por ello, aumentada la edad de arribo a las cimas de la justicia, es apenas lógico que se aumente la edad de retiro obligatorio a los 70 años, aunque de esto podría surgir una discriminación injustificada con el resto de funcionarios de la justicia, y por qué no, del mismo Estado cuando la mayoría de sus servidores accede por concurso de méritos.
Que la novel disposición busque cobijar a los actuales altos magistrados (lo que también es humano que lo quieran con razones que también se justifican), es un asunto de definición por parte del Congreso, pero si como se ha presentado, pudo hacer parte de concesión de voluntades, nacerá la reforma con una distorsión o mácula imborrable por la alta dosis de duda que el punto ha generado; ese costo político no lo pueden asumir las Cortes porque generaría la desconfianza de la comunidad que ve en la Rama Judicial el oasis o refugio del Estado Social de Derecho.
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