José Jaramillo


La llegada del papa Francisco I al trono de san Pedro, para orientar los destinos de los católicos, ha llenado al mundo entero de expectativas. Los primeros actos de su pontificado nos han mostrado a un hombre de Dios, con los ojos en el cielo y los pies en la tierra. Su estilo casi bonachón, su amplia sonrisa y la soltura de sus procedimientos, sin demasiadas ataduras al rigor del protocolo, son un buen augurio para que muchos fieles que se habían enfriado regresen al redil, y aparten sus ojos de propuestas espirituales que se han convertido en una especie de "bazar de los idiotas", donde se ofrecen soluciones de salvación eterna, a bajo costo y pagaderas en cómodas cuotas. Los "empresarios" de esa diversidad de iglesias, con el cuento de las virtudes de la pobreza, la aguja, los ricos y el camello, terminan con la platica de los feligreses en sus bolsillos y éstos aferrados de la Biblia, aprendiendo versículos de memoria, que recitan con cualquier pretexto, para que amigos, familiares y relacionados les saquen el cuerpo, porque se vuelven más cansones que una planadora de pedal.
Otro aspecto que tiende a fortalecerse, y que viene desde su Santidad Juan XXIII, es el ecumenismo. El cuento que nos echaron los curitas de antaño de que la única religión verdadera era la católica y que fuera de ella no había sino "llanto y crujir de dientes", es decir el infierno con todos sus horrores, se ha cambiado por el reconocimiento de que todos los credos que se inspiran en el principio universal del bien y el mal, el amor a Dios y al prójimo, y la caridad, son buenos, y constituyen un amortiguador para suavizar los efectos del materialismo depredador y alienante. Esto de alienante se representa hoy con el consumismo compulsivo y la tecnología enervante, que se han convertido en una esclavitud sin cadenas.
Con ese mismo estilo de sonrisa amplia y generosa y de acercamiento fácil a los demás, conocimos hace muchos años a otro clérigo llamado Pacho -y perdone su Santidad la confianza-: el padre Pacho Londoño Botero, quien llegó a Circasia, un pueblo liberal, radical y rebelde, para reemplazar a un cura ultragodo, "de cuyo nombre no quiero acordarme", que tenía al pueblo dividido e instigaba a los feligreses para que atacaran a personas de otros credos, como una familia de protestantes que apareció procedente no se sabe de dónde, y tenía que vivir prácticamente encerrada por temor a ser apedreada, para cumplir los fanáticos órdenes del cura párroco.
El padre Pacho comenzó por hacerse amigo de los liberales que no iban a misa, charlaba con ellos, les echaba cuentos y hasta se tomaban uno que otro aguardiente. Mejoró las finanzas de la parroquia y con esos recursos construyó un barrio y una escuela al final de la calle donde funcionaba la zona de tolerancia; y ésta se erradicó en la medida que tuvieron que acabarse las cantinas bulliciosas, cuando el sector se habitó con familias sanas. Así no hubo necesidad de soltarles los perros y echarles encima la policía a "esas pobres muchachas", como las llamaba otro pastor del mismo estilo de Pacho, el padre Octavio Hernández Londoño, sino que su legítima actividad se volvió más discreta, y menos escandalosa. Para que vean que, como decía Belisario, "sí se puede". Bienvenido entonces su refrescante estilo, Pacho I. Perdón, su Santidad.
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