Óscar Dominguez


El pobre con plata más feliz que hay en Colombia tiene su centro de operaciones en la calle 36, entre carreras Trece y Séptima, de Bogotá.
Quizá para convocar la buena fortuna, instaló su despacho frente al descomunal edificio del Banco de Bogotá. Es posible que tenga cuenta bancaria allí para consignar el producto de su alegre mendicidad.
Solo recibe limosnas en horas de oficina, de lunes a viernes. Sábados y domingos, que trabajen los esclavos.
Para ahorrar silla, se sienta en el suelo, trajeado de acuerdo con el parte meteorológico que ha oído en la radio de un vecino de barrio.
Que no falte una bufanda graduada en mil inviernos, dos o tres suéteres toreados en mil aguaceros, medias gruesas, zapatos a prueba de charcos y una sonrisa que invita al caminante a redistribuir el ingreso.
Cuando colegas suyos de mendicidad pasan a su lado, nuestro hombre les regala la mejor de sus sonrisas, dándoles ánimo para soportar la inadecuada distribución de la riqueza.
Jamás pierde el genio. Con profesionalismo y elegancia, extiende su tarrito en el que los terrestres depositan sus monedas. No tiene prohibido dar billetes, pero qué importa: una moneda es un billete que no suena.
Con frecuencia retira algunas monedas para que su riqueza no resulte incómoda y desaliente nuevas consignaciones.
Además, para dejarse comprar, la leche o el pan jamás preguntan si las van a adquirir con billetes o en metálico.
Tres o cuatro naranjas aguardan el momento de que el hombre las despache durante la jornada. En días de sol intenso, compra agua en la tienda de su esquina. Nada de agua tomada de la canilla o la llave del acueducto. Puede estar contaminada.
A este pordiosero no le duele una muela. Si a todo esto se agrega que ignora la existencia del predial y del IVA y que tiene claro que ningún Minhacienda le meterá la mano al bolsillo, no cabe duda de que estamos ante un pobre con plata.
De pronto leyó un día de vacaciones el aviso inverosímil que comerciantes del sector colocaron a dos cuadras de su despacho, en la esquina de la Calle 34 con Caracas: "Terminantemente prohibido dar limosnas". Por eso se colocó lejos de esa peligrosa jurisdicción.
Un día, una desconocida fuerza de las circunstancias me hizo violar ese mandato claro de no dar limosna allí.
Al mediodía, en momentos en que el hambre acosa y, por tanto, disminuye la solidaridad, fui abordado por un mendigo que me extendía la mano.
En fracción de segundos sentí que una moneda se agitó en mi bolsillo derecho, como instándome a ser generoso.
En el camino, recordé que era apenas una moneda de diez pesos que había llegado al pantalón por alguna inexplicable inercia.
Los mínimos diez pesos me hicieron dudar de seguir adelante con mi iniciada caridad cristiana. A cualquiera le da pena regalar diez pesos.
Entonces se me ocurrió una idea de veras iluminante: agarré una moneda de 200, pero antes de hacerla cambiar de dueño le dije a mi interlocutor, como disculpándome de semejante tacañería: - Perdone la cantidad, pero me cogió al final de quincena.
El hombre, con una cortesía propia de quien se leyó íntegra la urbanidad de Carreño, tomó la pequeña moneda, le decretó una desapacible sonrisa de consideración, y me la devolvió con esta frase:
- ¿Sabe, qué señor? Quédese usted con ella. De pronto lo saca de algún apuro. Por ejemplo, ¡le puede servir para una llamada telefónica!
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