José Jaramillo


El origen de los organismos legisladores se remonta al ágora ateniense, donde se reunía el pueblo a escuchar a los dirigentes políticos, quienes proponían leyes que lo gobernaran y las sometían a su aprobación por mayoría de votos. Para esos eventos no contaban sino los varones de las clases económicas altas, y se excluían los esclavos, los pobres y las mujeres. El sistema trascendió a Roma casi en las mismas condiciones y más tarde a los países que adoptaron el sistema político que se conoce como democracia representativa.
Con el tiempo, el aumento de las poblaciones hizo imposible que las decisiones por consulta popular funcionaran tan fácilmente, y entonces apareció la figura de las elecciones para escoger representantes del pueblo en las cámaras legislativas, que es lo que existe actualmente, en casi todos los países del mundo. Y de ahí nacieron los partidos políticos, con ideas diferentes para gobernar, que aspiran a colocar en los órganos legislativos, donde se traza la normatividad institucional, el mayor número de sus miembros. Hasta ahí vamos bien, en cuanto a teoría se refiere. Pero la realidad es otra, en Colombia y en casi todos los países donde hay partidos políticos y parlamentos.
La primera rebatiña surgió cuando las provincias aspiraron a tener el mayor número posible de legisladores que abogaran por sus intereses particulares. Después, esos intereses se sectorizaron en los que el presidente Valencia (1962-1966) llamó los "grupos de presión", es decir, los voceros de los gremios: comerciantes, agricultores, industriales, banqueros, exportadores, transportadores, etc. Y cada uno de éstos se subdivide en algodoneros, cafeteros, aseguradores, empresas aéreas, camioneros, hoteleros, floricultores y ene mil más. Y después la función de congresista o legislador se volvió un negocio espléndido, en el que hay que invertir una plata en la campaña, para hacer proselitismo y conseguir los votos que garanticen la elección, pero después produce réditos que son inversamente proporcionales a la moralidad del congresista. Esto quiere decir que los honestos no consiguen ingresos más allá de los sueldos y prestaciones que les asigna el sistema. Pero los pícaros, a través del tráfico de influencias y del asalto a los presupuestos oficiales, se vuelven millonarios y, de paso, enriquecen a parientes y amigos.
El poder de los congresistas es tal que los otros dos poderes, el ejecutivo y el judicial, prácticamente dependen de sus decisiones, o de sus caprichos. Cuando no del chantaje, si se trata de aprobar proyectos de ley que se les presentan a su consideración, donde comienza el "quién da más", que se negocia en ágapes, almuerzos y cocteles. Y para mal de males no falta la influencia nefasta del crimen organizado, que también tiene su representación en los cuerpos colegiados. El problema es quién le pone el cascabel al gato, si cualquier reforma que se le quiera hacer al sistema legislativo tiene que ser aprobada por los mismos parlamentarios, que no van a renunciar a sus privilegios. El asunto es tan grave que los más sesudos analistas mundiales piensan que los congresos de todas partes son un monstruo de mil cabezas que se les salió de las manos a las sociedades democráticas. Para desatar ese nudo gordiano hace falta un Alejandro Magno nuevo que lo desbarate de un machetazo, porque con las uñas, es decir por la ortodoxia legal, es imposible.
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