César Montoya


Suena extraño hablar de lealtad en este tiempo. El maquiavelismo se apoderó de la política y entre más tramposa sea la persona, más altas sinecuras consigue.
Son dobles los rostros del hombre público.
El primero es zalamero, imploroso y humilde. Es el Crispín vapuleado por Laureano Gómez, en el parlamento colombiano, a quien detesta por tener conciencia ratonesca, alimentado por los desperdicios que deja el presupuesto. Es esa pobre resaca humana estampillada por Alzate, que en el conteo de los votos, después de unas elecciones, pregunta: "quiénes vamos ganando". Como tiene columna vertebral abisagrada, se acomoda detrás de cortinas celestinas, que solo descorre para arrodillarse ante el candidato vencedor. Es pérfido y mendicante. Se hinca ante el poderoso cuando busca un favorable resultado electoral. Viste capa de pordiosero. Es sumiso y obediente.
Es siempre obsecuente, de amabilidad exquisita, genuflexo ante la voluntad del amo. Tiene lengua suelta y es aburridoramente meloso. En la tribuna maneja el hisopo para encaramelar con lisonjas a quienes utiliza como trampolín. No deja ver la gumía que, como moro sarraceno, esconde en vainas disimuladas.
Es sorpresivo el cambio de colores de este camaleón. Luce, sorpresivamente, una semblanza desconocida de embustero profesional. Ganancioso por el denodado trabajo de quienes ingenuamente lo promovieron, arma una calculada hoja de ruta. Programa las perfidias. Comienza a gobernar dándole perezosa participación a quienes se sacrificaron por él. Con el correr de los meses unos terceros se apoderan de la burocracia para transformar su mandato en un festín de compinches. Sin saberse por qué ni cómo, se va alejando poco a poco de sus antiguos socios que lo encumbraron y abre el abanico para recibir -eufórico- a los que en los comicios procuraron su derrota. Los advenedizos se arriman con elogios tramposos, convirtiendo al modesto burócrata en una figura excepcional. Los cazadores del poder lo embriagan con alabanzas hiperbólicas para anestesiarlo y colocarlo a su servicio. Esa es la triste condición de estos Judas expertos en traicionar a Cristo.
Qué frágil personalidad debe tener quien -alegremente- abandona a quienes con esfuerzo extenuante, de día y de noche, hundiendo el acelerador las 24 horas, lograron culminar con él una porfía victoriosa. Tienen razón quienes sostienen que todo es perdonable, menos la ingratitud.
Gobernar con los amigos es un axioma en política. No es posible compartir el mando con los adversarios que batallaron denodadamente por destruir al que resultó triunfante. El presidente Santos tiene un gabinete que se acopla milimétricamente con sus programas y un encopetado caldense de la otra línea, debió presentar su renuncia.
Esa es la lógica del poder.
En política el que gana, gana y el que pierde, pierde. El Estado no se maneja híbridamente, con mezcolanza de contrarios. Debe tener un norte, consagrado específicamente en los planteamientos expuestos en el debate electoral. Desde luego, los desleales siempre han de encontrar argumentos para justificar sus felonías.
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