Ricardo Correa


Ya va quedando en el olvido la tragedia ocurrida en Dacca, la capital de Bangladesh, el pasado 24 de abril, en la cual murieron 1.127 personas y quedaron heridas 2.437 al derrumbarse el edificio Rana Plaza, de ocho pisos, en el cual trabajaban más de cinco mil operarios de la industria de las confecciones. Para poner en perspectiva lo ocurrido en esas lejanas tierras, el terremoto del Eje Cafetero de hace catorce años dejó 1.300 muertos y 3.250 heridos. Lo de Dacca sucedió en un solo edificio.
Se repite una historia, esta vez en su versión más cruel. Miles y miles de enormes talleres en Asía, África del Norte y Latinoamérica, que cosen la ropa de Europa y Norteamérica, pero también parte de la nuestra, y que lo hacen en condiciones tan inhumanas como aquellas que soportaban los trabajadores en la Revolución Industrial en la Inglaterra del siglo XVIII: hacinamiento, jornadas eternas, agotamiento extremo, condiciones antihigiénicas, restricciones a la libertad, daño a la salud, pagos miserables y muerte. Estas fábricas son el primer eslabón de una cadena que termina en nuestros roperos, y que en el intermedio tiene a empresarios criminales en los países donde se cose y confecciona, diseñadores glamurosos, famosas marcas de ropa y una industria publicitaria desbordada. A este respecto recomiendo leer el excelente artículo de Marta Ruiz en la última revista Arcadia de junio 18 de 2013 "El último abrazo". (Este es el link en Internet http://www.revistaarcadia.com/opinion/columnas/articulo/el-ultimo-abrazo/32138).
Y no es solo en la industria textil donde ocurren estos horrores, también en una infinidad de líneas de consumo y, quien lo creyera, en el sofisticado sector de los computadores, teléfonos inteligentes y tabletas electrónicas. Hace tres años recorrió el mundo la noticia de la ola de suicidios ocurridos en la fábrica china Foxconn, la que ensambla artefactos para Apple, Nokia, Sony, Dell y Hewlett-Packart. Sus trabajadores no podían con el increíble estrés que generaba su oficio. Todo esto nos recuerda las épocas coloniales, como por ejemplo cuando del Congo y la Amazonia, a principios del siglo pasado, empresas europeas extraían el caucho a la par que exterminaban pueblos nativos. Es una corrupción que no termina.
No cabe duda de que todos nos indignamos con hechos como el de Dacca, y reclamamos acción de los gobiernos y mayor responsabilidad de las empresas. Lo cual es apenas obvio. Los gobiernos de países pobres hacen extremadamente flexibles las condiciones para producir en su territorio, olvidando la obligación de proteger a sus ciudadanos, y las empresas que recurren a proveedores en estos lugares se aprovechan de unos mercados laborales miserables. Bangladesh exporta en confecciones 18.000 millones de dolares, lo que hace a este sector su principal fuente de divisas con un 80 % del total. Los obreros reciben al mes unos 32 dólares y existen 4.500 fábricas textileras, la mayoría de ellas tan vetustas, precarias e inhumanas como las del Rana Plaza. La paradoja es que para los obreros que llegan a estos puestos de trabajo, es una "gran oportunidad" lograr un empleo en las maquilas.
Algo criminal hay en todo esto. En lo macro se revela un orden económico mundial con zonas oscuras y serias grietas, tan protuberantes como las del edificio que colapsó en Dacca. En muchas actividades empresariales hay una codicia sin límites, queriendo presentar una cara amable con esporádicas obras de caridad y fundaciones sociales, pero que en lo sustancial de los negocios sacrifica a las personas: unas veces a los trabajadores y otras a los consumidores, o a ambos al tiempo, y también a la naturaleza.
Sin embargo, así nos parezca lejana y ajena la tragedia de Bangladesh, no podemos excluirnos de ella. Un espíritu de consumismo voraz recorre el mundo entero y de él no nos hemos sustraído. La abundancia material que experimentan sociedades enteras, sectores de estas e individuos está generando una tremenda depredación en dos dimensiones: de otros seres humanos y de la naturaleza. Y hasta que no pare esta fiebre tampoco pararán las explotaciones que evidenciamos. Hay un reto personal para cada uno de nosotros. Es menester hacer conciencia de qué tanto estamos metidos en este remolino de derroche y destrucción. Tal vez sea la hora de reflexionar sobre el significado concreto que las palabras sobriedad y austeridad debe tener en nuestras vidas. Podemos empezar por revisar el ropero, la despensa, el garaje y el escritorio. Y tal vez allí encontraremos nuestra contribución real y concreta para que no se repita el desastre del Rana Plaza.
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