Guillermo O. Sierra


A pesar de todo… me parece que podemos decir, con un sentimiento encontrado de vergüenza y de cierto regocijo, que este período es el del totalitarismo, pero a la vez el de su hundimiento. Llevamos mucho tiempo sojuzgados por las inclemencias del capital y de todo lo que éste arrastra. Incluso, hay quienes abogan por decir que este sistema ha ido creando una especie de homo desperatus, un ser pasivo y dependiente, que ha perdido toda esperanza en una vida mejor. No obstante, y por fortuna, hay que reconocer que esta época presenta una impresionante capacidad de resistencia a todas las tentativas de despersonalización física y moral.
Desde una perspectiva científica y, digamos, bastante optimista, el mundo se mueve en terrenos en los que la especie humana ha podido resolver una buena parte de sus problemas, que hasta no ha mucho parecían irresolubles. Oigo a muchos decir que nuestra sociedad pese a todas las crisis y conflictos que existen, es una de las más cómodas y pacíficas, y quizás la más justa. Y desde una óptica no académica y, digamos, muy pesimista, las excesivas disparidades sociales persisten, la libertad de elección de los ciudadanos se ha vuelto más angosta y la educación (en todos los niveles) no proporciona miradas ni actuaciones emancipadoras. La crueldad no cesa. Y, lo más grave, muchos hechos parecen indicar que las reformas sociales o los progresos económicos pueden ser obtenidos por medio de las violencias.
Quizás podamos aceptar que ambas posturas tienen parte de la razón. Colombia, por ejemplo, es un país con una cierta democracia, pero se respiran aires autoritarios; los ciudadanos podemos elegir, pero no siempre quedamos bien representados; hay universidades con las puertas abiertas para todos, pero no todos las transitan; persiste un modelo económico que muestra caminos, pero muchos están oscuros; existen normas y reglas, pero a veces se nos antoja pensar que vivimos en una especie de infierno moral.
No obstante lo que, desde mi prejuicio, debemos valorar sustancialmente es la disposición a escuchar las críticas fundamentadas y a aceptar las sugerencias razonables para mejorar nuestra sociedad. Es urgente saber distinguir en todas partes lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, lo útil de lo baladí. Y para eso, debemos asumir posturas claras y honestas, utilizando para ello el mayor instrumento de medida con el que podamos contar: las reglas de comportamiento. Los hechos bien pueden ser juzgados a partir de normas y decidir desde ahí si algo es justo o injusto, es excluyente o incluyente, es leal o no…
Creo que nuestra obligación es solucionar los conflictos, pero no eliminarlos. Una sociedad se hace mejor si resuelve, como lo decía el maestro Estanislao Zuleta, de manera productiva e inteligente sus conflictos.
Por ahora, una última reflexión: quizás en la academia, en donde fragmentamos el conocimiento y lo especializamos, estemos cometiendo el grave error de no aprender a pensar globalmente, de encerrarnos en vocabularios y rituales excluyentes. Y esto, de pronto, sea lo que nos tiene confundidos, a tal punto que valoramos más las modas intelectuales, el dinero fácil, el terrorismo intelectual, la infopolución y no la producción de conocimiento. El desencanto y el homo desperatus no nos permiten distinguir lo bueno de lo malo, ni lo verdadero de lo falso.
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