César Montoya


Estamos rodeados de repulsivos gallinazos. Aves de mal agüero, de un negro profundo, pico potente, pestilencia insoportable, de vuelo lento con alas fatigadas. Se desplazan en bandada atraídos por el olor de los cadáveres. Tienen olfato fino para encontrar detritus y devorarlos, para revolotear sobre fétidos escombros. Pueden ser un símbolo de la muerte.
En política los hay. No tienen ropaje luctuoso como los cuervos, no fue sombría la estancia de sus cunas, ni los mordió una punzante alambrada de infortunios. Son bípedos, parlanchines sin dique, con equimosis en sus articulaciones por los continuos hincamientos, camaleonescos sus vestidos, maestros de la venia y superfluos en los encomios. Son solapados e hipócritas. Se exhiben amables, cortesanos con bisagra, obedientes sin remilgos. Son baquianos para el elogio, la intriga salonera, el silencio sumiso y los aplausos frenéticos.
Saben ganarse la confianza. Quien los utiliza, los encuentra dóciles y serviles. No dialogan, escuchan. Tienen maestría para los palmoteos, para embriagar con perfumes mentirosos. Manejan con arte la anestesia. Justifican las tramoyas para conseguir lo que desean. Sus lealtades son estacionales. En verano son pródigos, de palabra esponjosa. En invierno cambian de cobijo detrás de temperaturas cálidas. Se repliegan como las sabandijas, merodean en el rebusque de alimentos. En los periplos de pleno sol, se les sube la línea mercurial y se acomodan bajo el quitasol del poderoso. Cuando llega la ventisca, olfatean y descubren escampaderos para guarecerse de las tempestades. Se convierten en huéspedes inestables, de comportamientos tibios, evasivos e ingratos. Cambian de amo.
Es una desventura tener que cohabitar con gallinazos. Soportar los graznidos que frecuentemente nos ponen frente a inesperadas circunstancias, tan sorpresivas como aleatorias. ¡Ah, las ‘circunstancias’! Compartir pedazos de tiempo con los chulos, ser viajeros que deben sobrepasar los basureros en donde se amontan estas resacas sociales. Padecer sus embustes. Perdonarlos y volver a sentir el hundimiento del puñal. Ellos abandonan el cuerpo acribillado del César, lavan la sangre de sus túnicas infectas, para cantar, en coro vergonzante, hosanna al nuevo rey.
Van y vienen. Son visitantes fugaces de las rancherías. Llegan con sonajeros, estrenando lenguajes almibarados, callosas las rodillas de tantos ladeos mahometanos. Son tan convincentes en sus arrepentimientos que logran el perdón. El candor de los dispensadores del poder es apuñaleado una y otra vez, en inagotable repetición de felonías. Engañan siempre.
Por aquí, muy cerca, vuelan los gallinazos. Visten faldas floridas, tienen cabelleras despeñadas y esconden en corpiños de seda los móviles oteros de sus senos. Son Evas de sonrisa peligrosa. Otros flamean feminoide indumentaria masculina. Menudean perfidias, destilan carcajadas de ámbar, adulan y embriagan. Llevan al cinto una oculta cimitarra para blandirla en la hora de los perjurios. Son carniceros impiadosos. Buscan primero el acomodo, gozan después de una somnolienta y larga siesta burocrática, aseguran una plácida vejez y se despiden, entre muecas falsificadas, de quien -gratuitamente- les consiguió seguridad para el ocaso.
Es melancólico tener que entrecruzar la vida con estos buitres. Deglutan carroña en diversas geografías, picotean la seca púrpura de los ciclotímicos, la de quienes administran flemas tranquilas o la de aquellos que soportan hornos pasionales en frecuente explosión. Solo les preocupa los réditos que deja la falsía. Son unos zascandiles sin moral.
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