Álvaro Marín


La exultante frase que encabeza estas líneas solo aparece como referencia, dada su memoria publicitaria. La nota que sigue se ocupa de la impulsividad efervescente que gobierna en alarmante medida la mentalidad nacional. Dicha fogosidad se da silvestre, sin excluir regiones, edades, clases, profesiones, oficios, colores y sexos. Colombia es, en sentido lato, el país de las grandes pasiones. Así debe catalogarse el desbordamiento del ánimo colectivo generado por los acontecimientos, de mayor y menor cuantía, que tienen ocurrencia noche tras día en una nación donde pasa de todo, pero nunca pasa nada. Para fortuna del orden público y de nuestra frágil supervivencia, estos arrebatos de dignidad “e indignidad” resultan ser tan naturales como fugaces, de lo contrario, viviríamos bajo la pugnacidad de un clima de confrontación, apenas comparable a una guerra civil permanente. Gracias a la Providencia, somos llamarada de guadua o solo “pedos y relinchos” como coloquialmente decían nuestros mayores con acierto insuperable.
Para bien y para mal, el aire tónico del trópico ejerce una extraordinaria influencia en el comportamiento social de los colombianos, que gozan, verbigracia, de un formidable sentido del humor “mejor conocido como mamagallismo” que hace llevaderas las adversidades y los contrasentidos de la cruda realidad. Esta característica, sui géneris, también ha generado insuperables condiciones creativas que producen desde géneros literarios y estilos tanto escénicos como musicales, hasta seriados de televisión y programas de radio, además de refrescantes expresiones del argot popular y del arte callejero. Colombia es un territorio de “gocetas”, y por eso sobrevive, pese a tantos obstáculos, limitaciones e injusticias.
Obviamente, esa actitud desenfadada y simplista también conduce a la ligereza de juicios, al facilismo conceptual y a la frivolidad irresponsable en el momento de calificar o descalificar los hechos y sus protagonistas.
Para ilustrar los altibajos de esa instantaneidad signada por reacciones delirantes, basta mencionar las tempestades desatadas por episodios como el de la Fiscal Morales y del “El Bolillo” Gómez, cuando la ciudadanía se polarizó entre los extremos de la condena radical e inmisericorde y de la defensa radical a ultranza. Cuando dichos sucesos pierden actualidad o son superados por otros, hacen su ingreso silencioso en la noche del olvido.
No obstante, el carácter transitorio de tal apasionamiento debe subrayarse la fuerte y perniciosa influencia de los nuevos medios de comunicación, en especial los pertenecientes a la órbita de la Internet y de las redes sociales. Por ejemplo, si la nueva historia del país va a ser la registrada en los foros de opinión que despliegan los diferentes canales de información en línea, entonces, veríamos con asombro, desencanto e impotencia que ésta está escrita por el desenfreno mayúsculo del lenguaje injurioso, es decir, dictada por la mano de las peores pasiones del ser humano. Las mencionadas tribunas abiertas constituyen un mecanismo de desfogue emocional o válvulas de escape por donde se encauzan los más bajos instintos destructivos, conceptos huérfanos de un discernimiento sano, serio, equilibrado y objetivo.
¡A propósito!, frente al auge de los procesadores de palabra “computadores y afines”, un destacado escritor español indicó que estamos ante la invasión arrolladora de un ejército de “chimpancés con máquina de escribir”; en palabras simples, presenciamos la versión contemporánea del retroceso del pensamiento humanizado, de las ideas civilizadas, de las buenas costumbres y del uso respetuoso del idioma.
Por eso, cualquier parroquiano despistado se acuesta bueno y sano, pero amanece transformado en flamante escritor, por el solo hecho de contar con un teclado donde puede vaciar toda suerte de sandeces que, por lo general, llegan hasta las profundidades de la mediocridad y del ridículo. Está bien propiciar el libre desarrollo de la personalidad o darle rienda suelta a la libertad de expresión, pero, cuando la palabra se transforma en arma del aniquilamiento, de la envidia, del odio y de la virulencia verbal, la situación transita por el sinuoso sendero del Código Penal o desciende al plano elemental de la patología clínica. Una cosa es el verbo, otra bien distinta, la lengua.
De todas maneras, es innegable que Colombia sí tiene talento para todo.
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