Camilo Vallejo


Manizales es una ciudad de diseñadores pero de un diseño silencioso. Mientras la avenida de la cima se atiborra de diseñadores visuales, gráficos, industriales y hasta de modas "además de los arquitectos", la mayoría de sus proyectos permanecen tímidos y anulados frente a los discursos públicos. Sus figuras y bocetos parecen no tener aún alcance en términos políticos y sociales, puesto que la ciudad prefiere reincidir en dos modelos anquilosados que apenas se adoran como soluciones del pasado.
El primer modelo social fue el de los abogados que hace tiempo hicieron de políticos y escritores. Con él, la ciudad y la región se configuraban con adjetivos ornamentados que se propagaban de manera desmedida, lo cual facilitaba el no tener que encargarse de lo sustantivo. Con estos discursos de lo adjetivo, donde el adorno se sobreponía a lo adornado, se dedicaron a la imagen, a la fachada de un pueblo empeñado en negar su ser, desplazado, campesino, periférico y hasta fugitivo, para introducirse de afán en una modernidad y en una república que se creían alcanzar solo desde una ilustración repleta de remedos de lo romántico y lo griego.
De dos décadas para acá, el segundo modelo social tomó la vocería pública y oficial. Aquel de los abogados políticos, que había definido la región durante la mayoría del siglo pasado, fracasó en medio de la corrupción, la debacle social y su literatura regular. Esto sirvió para que ciertos empresarios "ingenieros, economistas y administradores, producto de la proliferación de las ciencias económicas en la ciudad" promocionaran e impusieran un modelo, en parte diferente en parte complementario: la instalación de la eficiencia economicista como marco moral y político, y la orden, en la práctica, de que ningún crecimiento o desarrollo podría darse sin la revisión de ellos.
De ambos modelos ha quedado una ciudad enmudecida por el terror de la corrupción, pero además, una ciudad en donde el desarrollo no habla de superación o equidad sino de excedentes, en donde los resultados no se miden en sueños realizados sino en cantidades contadas y en donde la política no es de políticos sino de "administradores". La mayoría de los jóvenes, previendo que es solo ilusión ese emprendimiento que se les vende como promesa de inclusión y autonomía, parten hacia otras ciudades o se quedan para ingresar a empleos de malas condiciones. Para terminar, sigue viva la adoración de la imagen que impuso el primer modelo y es lo que nos hace explotar de ira más por lo que dicen de nosotros que por lo que somos.
Lo cierto es que ahora, entre este panorama, en el diseño hay una expectativa que despunta vestida de colores, letras, figuras, trazos, planos. Sus artífices no solo parecen ser más cada día, sino que han venido apropiándose de lugares de exposición y de influencia pública, desde los cuales se hacen oír, se hacen ver. Cada vez se liberan más de la subordinación que prestan a los modelos empresarial y político (como publicistas y diseñadores de servicios o productos), y de manera paralela, hasta subrepticia, construyen obras y proyectos que sí rebozan de esperanzas personales y colectivas: que tienen el valor de lo auténtico.
Es decir que en la ciudad el diseño y sus disciplinas cuentan con lo necesario para construir un nuevo modelo social, que más bien podría llegar a ser un antídoto contra las perversiones de los modelos anteriores y un catalizador de sus fortalezas. Siendo guardianes de los arcanos de la imagen, los diseñadores, por ejemplo, podrían encontrar los secretos para que aquella imagen de sociedad, que tanto nos hemos esmerado en proyectar, sea definitivamente un reflejo de lo que somos y no una mala e interesada imitación. De la misma forma podrían construir soluciones contra la eficiencia economicista como marco moral, puesto que tienen facilidad para esa alquimia que transforma las líneas estéticas en límites éticos para toda una comunidad. (Tal y como se dice que Barcelona ha construido su valores culturales desde su arquitectura y San Francisco desde sus laboratorios de diseño).
Se trata entonces de un nuevo modelo social que, si se quiere, podría dibujarse, uno en el que el diseño, el urbanismo, las obras visuales, se posicionen como lo que son: creatividad infinita. Pero sin duda se requiere un diseño y una arquitectura que den un salto, que se arriesguen, que reconozcan los destellos que lo animan y que, como el arte que les dio vida algún día, terminen produciendo creaciones contestatarias que tengan la capacidad de representar nuestras utopías y anhelos.
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