Andrés Felipe Betancourth


Desde la llegada del papa Francisco a la cúpula de la Iglesia Católica, los medios han hecho un enorme despliegue resaltando la humildad, austeridad y "cercanía al pueblo" que parecieran toda una revolución viniendo del Premier de la sede vaticana. Durante semanas, las situaciones más cotidianas de un ser humano, como ir a su trabajo, almorzar u orar, se convirtieron en temas centrales de los noticieros del mundo. Algo paradójica la humildad expuesta a tres cámaras. No por quien la representa, sino por quienes la divulgan y por quienes la vemos como espectáculo, como si ver la humildad y la austeridad por televisión nos hiciera más humildes y austeros a todos.
Quizá no debería dársele tanta relevancia al tema, pero la tiene en Colombia, por el hecho de ser el segundo país de América Latina en proporción de católicos (después de Brasil) y por ser la religión católica mayoritaria, al menos por número de bautizados. Bastante bien le vendría una transformación a esa Iglesia Católica, no solo a los sacerdotes y jerarcas, sino al pueblo católico, que es quien hace la iglesia.
Hoy, la Iglesia Católica colombiana tiene abanderados incluso en altos cargos del Estado, y desde allí, como es legítimo para los individuos, han expresado abiertamente su credo y su adhesión a la doctrina, pero ha sido notoria de su parte una enorme falencia: su adhesión a la caridad, que es a su vez pilar fundamental del evangelio seguido por los cristianos. No puede haber caridad cuando hay discriminación. No hay caridad en las expresiones de un senador católico que tilda de enfermedad las opciones sexuales distintas de las que él considera legítimas. No hay caridad en el procurador, cuando desconoce que el uso de drogas es un problema de salud pública, mucho más allá de una condición de "pecado" de los individuos. Pero mucho menos hay caridad en la reivindicación y perpetuación de un modelo de distribución inequitativa, y que ellos desde el Estado no hagan nada por cambiarlo. Al contrario, de esa inequidad se favorecen.
No es trascendente si el papa se arrodilla o se postra en un acto religioso. Lo es en cambio la decisión de los católicos de asumir la caridad como determinante. No la caridad de regalar al que no tiene, menos aún si lo que se regala es sobrante y usado. Ha de ser la caridad que busca una sociedad más equitativa y justa. Dice la Biblia, en la Epístola de Santiago, que la fe sin obras (es decir, caridad) es una fe muerta. Yo me atrevería a añadir que la caridad sin justicia es una caridad inútil.
Poco se ha logrado en décadas de caridad que reparte ropa y comida para los habitantes de la calle, en términos de transformación de su situación. Poco estamos logrando con las equivocadas ideas de la responsabilidad social que regala paquetes escolares o construye albergues, si las empresas que los patrocinan no contribuyen con la adecuada inserción social y económica de los habitantes en las dinámicas de sus territorios. Poco consiguen el procurador, los senadores y demás altos funcionarios que se proclaman católicos si desde sus posiciones restringen los derechos civiles de las personas por su condición sexual, si tratan de enfermos a sus conciudadanos y fomentan rechazo y exclusión hacia ellos, si reconocen niveles de derechos diferenciales en función del poder económico o político de las personas, si trafican influencias sin importar a quiénes perjudiquen, si dicen amar a Dios pero desprecian a sus hijos.
Desde esta columna, en la que me declaro católico por convicción -para nada el mejor de ellos-, expreso también mi vergüenza por la inercia de nuestras iglesias cristianas en su conjunto. Pero antes de mi religión, en mi condición de ciudadano, lamento las injusticias que abundan en nuestra sociedad colombiana. Hablar de la caridad admite incluso muchas discusiones desde los credos, pero reclamar justicia debiera ser un determinante de todas las sociedades.
Ser uno de los países más desiguales del planeta, haber alcanzado relevancia mundial en cifras de desplazamiento forzado, presenciar la persecución de los líderes campesinos que reclaman por sus tierras, acostumbrarse a ver familias indígenas en los semáforos de las ciudades, negar los derechos de las minorías y permitir que se les maltrate y se les asesine en virtud de su condición… Nada de eso parece ser el escenario de un país cuyos ciudadanos, en inmensa mayoría, siguen el Evangelio de Cristo.
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