José Jaramillo


Las cosas tienen fundamentos y origen, a lo que no es extraño el idioma con el que nos tomamos los teteros, es decir, la lengua madre. Y a ésta hay que respetarla y venerarla, igual que a la patria, la religión y la mamá. Por física pereza de aprender las reglas gramaticales, muchos escritores públicos, que son los que orientan la opinión; los maestros y, por consiguiente, los estudiantes se han ido por el camino fácil de decir las cosas de cualquier manera, como se les venga a la cabeza, argumentando que "así me entienden", para justificar el atropello al español, para hablar de lo que nos atañe.
Las palabras tienen raíces, que provienen de las lenguas con las que se conformaron. En el caso del español, el griego, el latín, el árabe y las lenguas bárbaras de los antiguos íberos. Esas raíces son como la partida de nacimiento de las palabras y, consecuentemente, del idioma. Y poseen, además, un significado, lo que se llama semántica, que no es otra cosa que lo que quieren decir las palabras, es decir, su filosofía.
El discurso anterior sirve para sustentar la idea, compartida con el Cardenal, monseñor Rubén Salazar Gómez, de que a la unión entre dos personas del mismo sexo no se le puede llamar matrimonio. Y para reforzar la tesis acudimos al gramático don Efraim Osorio López, quien con su acostumbrada solvencia intelectual lo explica de esta manera:
"El historiador latino Cornelio Tácito, hace como dos mil años, consignó lo siguiente: "Matrimonia hostium proedoe destinare", a saber, "prometer a los vencedores las esposas de los enemigos", pues en este ejemplo, matrimonia significa mujeres casadas. Y Cicerón escribió: "alicujus matrimonium tenere", "ser la esposa de alguien". Esto, porque para los latinos la palabra ‘matrimonio’ se refería directamente a la mujer, pues, precisamente, procede de ‘mater, matris’ (madre). Y, así, cuando estos autores hablaban de ‘matrimonio’, se referían más a la mujer, como en esta locución de Plauto: "In matrimonium ire", que traduce "casarse" (hablando de una mujer). En cambio, patrimonio, que procede de ‘pater, patris’ (padre) se refiere a los bienes de una familia, administrados exclusivamente por el padre en aquella época". Esto quiere decir que, sin mujer no hay matrimonio. Y entre dos de ellas es tanto que se anula la idea.
Su Eminencia el Cardenal, don Efraim y este humilde columnista estamos de acuerdo con la legalización de las uniones entre personas del mismo sexo, porque humanamente es comprensible. Las tendencias sexuales de cada quien son un hecho particular desde que el mundo existe. Y tienen que ver con la "intimidad", por lo que sí es reprochable que se ventilen a grito herido y con escenas eróticas de mal gusto en público, para reclamar los derechos que les corresponden.
Esas uniones, si así lo desean las parejas, deben estar protegidas por la ley, especialmente para cubrir derechos civiles y económicos. Pero a lo que se haga para evidenciarlo no se le puede llamar matrimonio. Así que búsquesele otro nombre, aunque a los honorables parlamentarios les toque pensar un poquito, lo que no les cae mal, para variar su rutina de improvisar desaciertos.
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