César Montoya


Un schnauzer es mi perro chiquitín. Hace siete años llegó al hogar como un terremoto. De pocos meses, salió inexperto de la camada, para estrenar su primera odisea de vida independiente. Entró asustado a su nueva estancia, saltó sobre las camas, merodeó rincones, miró con extrañeza a quienes con júbilo bullón lo recibían y rehuyó los tratos amables, atrincherándose debajo de un canapé. Era esquivo y bravucón, alérgico a las iniciales caricias que las recibía como un amago de castigo.
Para integrarlo a la familia fue necesario un corto ejercicio pedagógico. Recorrer morosamente su dorso, darle puntualmente las comidas, suavizar la voz para llamarlo, utilizar mimos verbales y pronunciar su nombre repetidamente. Lukas se llama. Es una mascota de color cenizo, mirada fija y entendimiento abierto. Con el transcurrir del tiempo se convirtió en imprescindible gozne familiar.
No es fácil entenderlo. Su temperamento es ciclotímico. De pronto amanece juguetón, acomodándose como un niño mimado sobre mis piernas, mendigando arrullos, estirando su cuerpo con relamida pereza, con el hocico ligeramente descolgado, sensible y tierno. En ocasiones es huraño y despectivo, retraído y escurridizo. La paciente comprensión de su genio voluble, pronto restablece camaraderías para retornar a esos modales galantes que lo trasmutan en un juguetón predispuesto a los afectos.
El perro tiene entidad histórica. En las tragedias griegas hace gavilla con los buitres en la deglutación de los cadáveres. Según Plutarco, Alejandro Magno edificó una ciudad con el nombre de Peritas, tal como se llamaba su animal. Cuando Don Quijote fue abatido por la melancolía, poco antes de morir, el Bachiller quiso reanimarlo diciéndole que había comprado a Barcino y Butrón dos perros expertos en el correteo del ganado. Juvenal Urbino odiaba los animales. En "El amor en los tiempos del cólera" estampó la siguiente mentirosa afirmación: "los perros no eran fieles sino serviles". Qué poco, conocía ese médico costeño, los sentimientos de los canes, sus melindres, los graciosos coqueteos cuando su amo llega después de un largo viaje. El perro "es mi confidente. Sí, es a quien dirijo mis monólogos todos", frase que en boca de uno de sus personajes puso Don Miguel de Unamuno en su libro "Niebla". De la sabiduría oriental es este proverbio: "Entre más conozco a los hombres más quiero a mi perro".
Hay que poseer una psicología elemental para entender el instinto de los perros. Son profundamente celosos. Protegen a su dueño y lo aíslan para no compartirlo con nadie. Miran con hostilidad, avisan su aversión a los extraños con unos rezongos que son anticipo de sus bravas reacciones. O se desgonzan suavemente cuando reconocen la mano que los mima. El perro fija su mirada en su amo. Sigue sus movimientos, comparte sus alegrías y sabe de sus tristezas, aislándose en largos silencios. Es solidario. Hace vigilias cuando el abatimiento embarga la familia. En soledad administra sus pesares y se amodorra con su dolor a cuestas en un discreto ángulo, en donde lloriquea hacia adentro. Es noble. Sabe de la lealtad, de la vigilancia preventiva, y avisa los peligros. El perro habla con la cola. Ese es su lenguaje.
Solícito y con rostro severo entierra sus muertos. Hace poco la televisión mostró un solitario can aprontando tierra para cubrir el cuerpo sin vida de uno de los suyos. Qué elocuente mensaje para los criminales que con sevicia descuartizan sus congéneres.
Cómo no querer a Lukas. Actúa con aprehensiva psicología. Me despide desde la terraza metiendo el hocico por entre los barandales, con una larga mirada para el adiós. Es un ladrón de afectos.
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