Pablo Mejía


Una frase muy valedera dice que los amigos son hermanos escogidos por uno. Muy cierto, porque al menos en mi caso siento un cariño similar por ambos, hermanos y amigos. Tal vez por dicharachero y mamagallista he cosechado muchas amistades durante mi existencia y ello me regocija con la vida. Además puedo decir que no tengo enemigos; al menos que yo sepa. Hacemos buenos amigos de niños con los vecinos del barrio, en el colegio, durante la adolescencia, en el trabajo y en infinidad de circunstancias, pero muchos se pierden al terminarse la interacción con ellos. Sin embargo, los verdaderos amigos perduran a pesar de las distancias y del paso del tiempo.
Al ver la película Amigos me sentí identificado con muchas escenas, porque a pesar de mi discapacidad física he disfrutado momentos inolvidables gracias a unos maravillosos amigos que nunca me desamparan. Con ellos todo es posible, cargan conmigo para donde sea, siempre están dispuestos y lo hacen con tanto gusto... Para ellos mi condición física no es tabú y por el contrario me hacen chanzas y burlas amigables. Cierta vez me subieron a una fiesta en un cuarto piso, sin ascensor, y a pesar de turnarse para hacer la fuerza llegaron arriba resoplando. Cuando se acercaba el amanecer le dije a mi hermano que mejor nos íbamos porque ya quedaba poca gente. Procedió entonces a pedirle colaboración a Cuéllar para bajarme y como él no había participado cuando llegamos, respondió con mucha gracia: ¡Yo acaso subí a ese güevón!
En otra reunión vi en cierto momento que el niño de la casa, de seis años, conversaba con unos amiguitos y claramente hablaban de mí. Es lógica la curiosidad de los menores al ver a alguien en silla de ruedas y al notar que Pipe se me acercaba pensé que venía a preguntar algo, pero cuál sería mi sorpresa cuando el culicagao me zampó una patada en toda la espinilla; y lo peor es que tenía unas boticas de esas ortopédicas que parecen de cemento armado. Cuando los papás le metieron tremendo regaño, el muchachito alegó convencido que él había visto en las películas que los que están en esa condición no sienten nada de la cintura para abajo, y que solo quería demostrárselo a sus compinches. Aún recuerdo el dolor tan espantoso y el turupe que me dejó.
Me diferencia del protagonista de la película que mientras él es millonario, yo no tengo en qué caerme muerto; pero como soy de la teoría que rico no es el que más tiene sino el que menos necesita, por ahí nos damos la mano. Y al verlos en ese carro a gran velocidad y con la música a todo volumen, lo relacioné con mi amigo Fernando, quien siempre que estrena carro me recoge para ensayarlo. Buscamos un sitio sin tráfico, confirmamos que no haya policías y el hombre arranca a toda mecha para ver cuánto sube la aguja del velocímetro. Y aunque la verdad me da sustico, pienso que si he de morirme en la casa asomado a la ventana, mejor estampillado por ahí; así al menos salgo en el noticiero. Lo mismo cuando viajamos por carretera, con buen fiambre, y abrimos todas las ventanas, hasta el hueco ese del techo, disfrutamos del paisaje, hablamos paja y cuando suena una canción que nos gusta, la ponemos a todo timbal.
Hace años fuimos varias parejas de amigos a Punta Cana. En la playa de un hotel cuyos huéspedes eran casi todos europeos, mientras nuestras compañeras se doraban al sol, nosotros desocupábamos vasos de ron y nos deleitábamos viendo pasar muchachas sin brassier; parecíamos en un partido de tenis. En esas Enrique, que es hiperactivo, quiso saber si me gustaría montarme en un paracaídas que jalaban desde una lancha. Como yo estaba copetón le dije que claro, convencido de que no lo iban a autorizar, pero para sorpresa de todos al rato se apareció en una lanchita que nos llevaría hasta el bote principal. Fui con mi mujer y varios de los amigos, y ni hablar de lo que fue la pasada de una lancha a la otra con ese mar encrespado. Como ya no tenía reversa dejé que me pusieran un arnés, con Enrique detrás, y arrancó esa vaina a soltar cuerda con un malacate. El viento soplaba con fuerza y cuando estábamos bien altos, solo atiné comentarle a mi compañero que de llegarse a soltar esa joda íbamos a templar a Venezuela.
Estaba yo en plena quimioterapia, como un guiñapo, y así me llevaron para la
Costa Atlántica. Me acomodaban en una hamaca al lado del mar y cada diez minutos me brindaban un aguardiente, hasta que una tarde me antojé de montar en burro y allá me treparon. Otro día debí ir a San Onofre a hacerme un examen de sangre muy determinante. Para calmar los nervios, mientras entregaban el resultado le dije a Fernando que diéramos una vuelta y el hombre arrancó para el cementerio; dizque le parecía muy bonito, fue lo que dijo. Todavía nos reímos al recordarlo.
Mi tío Eduardo recomienda que para soportar los tratamientos que combaten el cáncer nada mejor que el trago, y tiene razón. La diferencia es que en mi condición no se cae uno de la perra, sino de la silla.
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