César Montoya


El arte, en sus infinitas manifestaciones, tiene al amor como causa original. Desde el Paraíso Terrenal hasta siempre, la mujer es el abecedario en donde aprendemos el mensaje de la vida. Es horizonte, conquista y plenitud. En ella encontramos nichos de ternura, sorpresivos moldes de ensueños, letras elementales para construir quimeras alienantes. Ocupa el espacio de la soledad. Su voz es arpegio celeste; sus ojos soles calcinantes; sus labios líquida ambrosía; su cuerpo sinfonía de belleza plena. Es estrella que orienta a los navegantes. Es apertura de milagros. En los infortunios es fortaleza; rezaga los atardeceres; anticipa el nacimiento de las auroras; es forja de luz. La mujer es ensoñación, alfa de esperanzas, viático espiritual, imperceptible cadena que nos sujeta a sus encantadores caprichos. Somos esclavos de su corazón.
Estas saudades brotan de dos libros maravillosos: "La Celestina" de Fernando de Rojas y de la incesante gloria literaria de "Don Quijote de la Mancha", de Miguel de Cervantes. Calisto y Melibea son unos mancebos, quienes bajo la batuta alcahueta de la Celestina engranan su amor que finaliza en conmovedoras tragedias. La obra tiene el vaivén aflictivo de los geniales dramas de Shakespeare. Don Quijote, flojo de cables, anduvo prosternado ante Dulcinea del Toboso, una mujer inexistente. Percibió que era un orate minutos antes de morir. En estos fantásticos relatos hay páginas sublimes sobre el amor.
La Celestina hace una descripción insuperable de los tormentos del enamorado: "... no les duele a los tales lo que gastan y según la causa por que lo dan; no lo sienten, como el embebecimiento del amor; no les pena, no ven, no oyen; lo cual yo juzgo por otros que he conocido, menos apasionados y metidos en este fuego de amor que a Calisto veo. Que ni comen, ni beben, ni ríen, ni lloran, ni duermen, ni velan, ni hablan, ni callan, ni penan, ni descansan, ni están contentos, ni se quejan, según la perplejidad de aquella dulce y fiera llaga de sus corazones; y si alguna cosa destas la natural necesidad les fuerza a hacer, están en el acto tan olvidados, que comiendo se olvida la mano de llevar la vianda a la boca. Pues si con ellos hablan, jamás conveniente respuesta vuelven. Allí tienen los cuerpos, con sus amigas los corazones y sentidos. Mucha fuerza tiene el amor; no solo la tierra, más aún los mares traspasa, según su poder. Igual mando tiene en todo género de hombres: todas las dificultades quiebra. Ansiosa cosa es, temerosa y solícita; todas las cosas mira en derredor; así que, si vosotros buenos enamorados habéis sido, juzgareis yo decir verdad".
Escúchese la intensidad emocional de este corto diálogo. "Melibea: ¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo? Celestina: Amor dulce. Melibea: Eso me declara qué es, que en solo oírlo me alegro. Celestina: Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte".
Los ancianos padres de Melibea quieren desposarla. Pero como ésta, a escondidas, ya ha fornicado por Calisto, exclama: "Calisto es mi ánima, mi vida, mi señor, en quien yo tengo toda mi esperanza; conozco del que no vivo engañada. Pues él me ama, ¿con qué otra cosa le puedo pagar? Todas las deudas del mundo reciben compensación en diverso género: el amor no admite sino solo amor por paga. En pensar en él me alegro; en verle me gozo; en oírle me glorifico. Haga y ordene de mí a su voluntad. Si pasar quisiere la mar, con él iré; si rodear el mundo, lléveme consigo, si venderme en tierra de enemigos, no rehuiré su querer. Déjenme mis padres gozar del, si ellos quieren gozar de mí; no piensen en estas vanidades ni en estos casamientos, más vale ser buena amiga que mala casada. Déjenme gozar mi mocedad alegre, si quieren gozar su vejez cansada; si no, presto podrán aparejar mi perdición y su sepultura……ni quiero marido, ni quiero padre ni parientes. Faltándome Calisto, me falta la vida". ¡Imposible concebir una entrega de tanta rendición!
Que el amor es desespero e ingenuidad, lo deducimos de la carta que don Quijote le envió a Dulcinea, la que jamás fue entregada por el bonachón de Sancho Panza. Supuestamente cumplido el encargo por el zoquete, le pregunta el descarnado lunático: "...dime ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor alguno: ¿Dónde, cómo y cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió? ¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién te la trasladó? Y todo cuanto vieres que en este caso es digno de saberse, de preguntarse y satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme gusto, ni menos te acortes por no quitármele". Insiste el Caballero de la Triste Figura: "...llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de canutillo para este su cautivo caballero". El capítulo XXXI de la novela es sutil y agudo, de maravillosa penetración psicológica sobre lo que es un enamorado.
Estos son los regodeos espirituales que dejan las obras perdurables. En este caso, sobre el amor. Corta palabra con lampos inextinguibles, multiplicadora de la especie humana, sonrisa en las cunas y llanto desgarrador en las tumbas, substancia que alimenta las impalpables proyecciones del alma.
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