José Jaramillo


La larga vida de monseñor Fabio Sánchez Cardona, que se prolongó hasta los umbrales de los 100 años, dentro de la humildad y sencillez de su persona, tuvo matices relevantes. Su apuesta figura de los años mozos conservó el aire distinguido que caracteriza a la gente de los climas suaves, aun la de origen campesino, como era el caso de Monseñor. Su curiosidad intelectual penetró hasta los más recónditos espacios del conocimiento humanístico. El trato con la gente, desde la docencia, la misión evangélica y pastoral y el confesionario, lo convirtieron en un consejero certero, al tiempo que amable, suave para reconvenir, casi siempre usando el lenguaje parabólico de su Maestro, Jesucristo, para que a las personas les calara más fácil el mensaje. Amante de la naturaleza y del deporte, trasegaba los campos en largas caminatas por escarpados espacios, lo mismo que pateaba la pelota de fútbol en improvisados y polvorientos estadios. Orador magnífico, su voz era profunda como profundas sus homilías, en las que, sin proponérselo, hacía gala de sus vastas lecturas y exhibía citas de los clásicos, alternando con autores modernos en multitud de temas y en idiomas diversos que él dominaba: español, latín, inglés, francés e italiano. De fino humor y risa fácil y generosa, era un contertulio ameno, lo que le permitía escurrir sutilmente sus mensajes espirituales. Y escritor de donosa pluma, además de prosas en las que recopiló sus experiencias de estudiante en Europa, entre ellas una entrevista con el famoso escritor Giovanni Papini, escribió poesía mística de alto y delicado contenido espiritual.
Su evolución hacia la modernidad estaba en el conocimiento, que su inteligencia perspicaz mantenía vigente, mas no en sus costumbres y en su figura de sacerdote, aferrado a las costumbres conservadoras tradicionales, como la sotana y el sombrero redondo y de borlas, que siempre usó, así sus colegas lucieran más informales, confundiéndose con el común de la gente.
Maestro de varias generaciones, muchos de sus alumnos conservamos la amistad de monseñor Sánchez y nos acogimos a sus consejos, así como compartimos con él penas y alegrías, bien para llorar sobre su hombro generoso o para celebrar regocijos que Monseñor disfrutaba como si fueran propios. Dueño de una excelente memoria, que conservó hasta el final de su vida, recitaba poemas completos o párrafos de prosas de infinidad de autores que había leído. Y recordaba nombres de personas y sabía cómo se llamaban sus hijos, como si el "disco duro" de su cerebro tuviera capacidad ilimitada.
Tenía que morirse monseñor Sánchez, porque un centenar de años pesa mucho, así su salud hubiera sido, en general, muy buena. Pero nos deja a quienes lo quisimos un inmenso vacío, más cuando él era quien manejaba la "historia clínica" del alma de muchos de sus allegados y amigos.
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