Álvaro Gartner


La muerte de Fidel Castro hizo recordar los temores inculcados a quienes éramos niños en los años 1960. Como ya éramos ‘gente de ciudad’, si tal era Manizales en ese entonces, mitos del campo como la Madremonte, la Patasola, el Duende y compañía ilimitada resultaban lejanos. Por tanto, inocuos, pues en las calles había bombillos y celadores que soplaban un silbato cada cuarto de hora. Solo asustaban durante las vacaciones pasadas en fincas sin energía eléctrica.
Solo teníamos cierto respeto por el Coco que venía por los desobedientes y el Viejo del Costal por los caprichosos. Pero nos burlábamos de quienes veían bultos en las mangas aledañas al colegio del Sagrado Corazón, en Campohermoso. Para mí que era la Madre Pardo, a quien temían internas y externas.
Visto que los muchachitos nos estábamos alzando, igualando, requintando, ‘arregionando’ e insolentando, según veredicto colectivo de papás y mamás, y contra nosotros no valía nada, crearon una nueva mitología. La quimera mayor fue el barbudo cubano, representante continental de la tenebrosa URSS, quien demostró que la nueva creencia era moderna, internacional y mediática, pues tenía el poder sobrenatural de aparecer en periódicos y televisores. Ahí no había manera de decir que eso era paja, como decíamos por dárnoslas de valientes cuando nos amenazaban con invocar algún endriago ancestral.
Fidel podía con todo, pues hasta el presidente Kennedy quería echarle mano. Auguraban las beatas que ya había entrado por La Guajira a apoderarse de toda América Latina. Contra él no podrían los gringos de los Cuerpos de Paz, omnipresentes e invisibles, ni los de Caritas Internacional que quitarían el hambre a esos niñitos que tocaban en las casas a pedir sobraditos, tarro vacío de galletas en mano. Ni siquiera el director del Colombo Americano.
El asesor de imagen en Manizales del monstruo fue don Máximo Arce, bondadoso profesor de matemáticas, historia y religión en el colegio de Nuestra Señora. Hizo el milagro de unificar tan disímiles materias en un solo concepto, la Virgen María, antítesis y ‘contra’ del comunista. Incluso, pronunciar la palabra podía quemar la lengua.
Así surgió en las mentes infantiles el terror por el comandante. Si pasaba alguien con barba, escasas por demás, piernas faltaban para correr, aun a riesgo de ser atropellado por un carro fantasma, que lo eran todos los de color negro.
A Fidel Castro no se le ha reconocido el gran papel que cumplió con los chicos de aquellos tiempos: hasta donde se pudo fuimos obedientes y buenos católicos. Algunos, alguito godos.
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Addendum. Deprime recorrer el tramo La Manuela-Irra, por una carretera orlada con miles de árboles derribados. Ver cadáveres de ejemplares centenarios y especies cada vez más cerca de la extinción ahí tirados, tortura el espíritu llenándolo de sombríos presagios. Parecen el campo de concentración nazi de la fronda caldense.
Para consolar almas sensibleras como la mía, en la página de la constructora anuncian con fanfarrias que hace un año, antes de la kilométrica tala, fueron recuperadas 500 bromelias y orquídeas, y entregadas a un vivero cercano, mientras ven dónde las “reubican”. Quizás en jardines privados, vendidas a precio de heroína. El resto es un palabrerío insulso, en el cual no se advierten intenciones reforestadoras, aunque sea con dañinos y foráneos ficus y eucaliptos, o con tóxicas acacias (leucaenas) de rápido crecimiento, que apenas servirán para cantar a animalitos y flores nativos: “Ya no vive nadie en ellas…”.
Las preguntas insistentes durante el recorrido son: ¿ese es el precio del progreso que parece traer consigo una doble calzada? ¿Un árbol menos justifica el ahorro de cinco minutos de viaje? También, ¿por qué en un país donde se imita todo lo foráneo, no copiaron el respeto que los ingenieros de vías europeos tienen por la naturaleza? ¿Será porque en Caldas autoridades ni sociedad vigilan por su conservación?
Tal vez el origen de un socio de la concesionaria explique la magnitud del ecocidio. A lo mejor su misión sea mantener vigente el mito de la tal colonización antioqueña rindiendo homenaje a antepasados que inspiraron un verso a Jorge Robledo Ortiz (poeta menor no equiparable con el gran Darío Gómez: “Hubo una Antioquia grande sin vegetaciones, sin frondas ni jardines… Siquiera se murieron los abuelos, con las patas sobre los jazmines”.
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