Álvaro Gartner


Es inevitable. La Navidad trae consigo recordaciones y añoranzas. Sosiega el espíritu. Hasta el más indiferente percibe el llamado interno a dejar de lado tanto afán. Por unos días las carreras carecen de sentido. Lo urgente ya no lo es y lo importante se vuelve secundario. Renacen los afectos y se anhela ver a quienes no se recuerda el resto del año.
Incluso quienes rinden culto al Papá Noel y simulan nieve a 30° sin haberla visto nunca, se conmueven en silencio ante la escena del Nacimiento del pesebre tradicional. Por una vez lo ancestral aflora y se sobrepone a la moda, de la cual no se salva ni el establo sagrado. Ateos y descreídos, opositores y traumatizados no dejan de preguntarse si sus convicciones, su rechazo o sus dolores tendrán razón de ser. El cambio de actitud del espíritu colectivo cuestiona pensamientos y sentimientos en el individuo.
Los villancicos cantados por elementales coritos infantiles y los cuasi bailables que mezclan devoción y parranda, se emparejan con oratorios y cantatas de Bach e himnos de Händel y Adams. ‘Tutaina’ vale tanto como ‘Adeste fideles’. Reviven la niñez, lejana o cercana. La nostalgia entra por el oído y la razón se pregunta en qué momento se fueron inocencia y tradición. Cantarlos parece casi como una invocación del pasado.
Es más fácil dejar de ir a misa que de rezar la Novena. Por lo menos de asistir al rezo. Unos lo hacen necesitados de alguna intervención divina; otros por los tragos subsecuentes; muchos por conveniencia. Qué importa. Ahí están y de manera inconsciente conservan y transmiten la usanza.
Natilla, buñuelos, hojaldres y desamargados tenidos como pueblerinos, mañés o pachucos la mayor parte del año, son por estos días exquisiteces dignas de Ferrán Adrià. Los espíritus de las abuelas rondan las cocinas, o sus enfermedades dan tregua para regresar a ellas a consentir los paladares de varias generaciones. Hasta los contadores de calorías pierden la cuenta, debatiéndose entre el deber y la gula con resonante triunfo de ésta.
Las familias se preparan para el reencuentro. Zumban trinos y los tonos de llamada cambian de florestas o guascas electrónicas a ‘Jingles bells’ computarizados. Si algunos no se hablan, se forman comisiones de paz o averiguan el número de Humberto de la Calle. Las reconciliaciones, temporales o permanentes, contribuyen al ambiente navideño, que no lo será completo si no hay una lloradita, individual o del grupo, en memoria de los que ya no están.
Esta época nos cambia. Así las exigencias económicas y los compromisos sociales parezcan coparla, siempre queda un rinconcito en lo más profundo del espíritu, donde unas y otros carecen de significado. Allí brilla una luz que ilumina el verdadero sentido de la Navidad y muestra que para celebrarla no se requiere más que estar en paz consigo mismo y cerca de los seres que se ama y lo aman a uno.
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Coletilla: ¡Cómo duele el incendio del templo de Quinchía! Las llamas quemaron parte de su alma. Otro símbolo de la identidad local que se pierde, junto con el antiguo caserón de un colegio, demolido este año. Ojalá allá reflexionen ante la tragedia cultural y defiendan la reconstrucción de su paisaje arquitectónico.
El desastre afecta la región, porque Quinchía es parte de la historia de Marmato, Supía, Riosucio y Anserma. En la historia reciente conformaron el Alto Occidente caldense y en la lejana fueron parte de la Provincia de Marmato, de origen caucano, una de las cuatro fundadoras del Departamento de Caldas. Las otras tres eran, la también caucana de Robledo, la tolimense de Manzanares y la antioqueña de Salamina.
La triple secesión alejó de la memoria caldense a Quinchía y todos los municipios de los otros departamentos. Se los ve extraños, como si estuvieran en las antípodas, cuando son aun vecinos. Ojalá el triste episodio sirva para volver a conectarnos como comunidad, por encima de divisiones políticas.
La conflagración reavivó temores ancestrales en la imaginación popular: circula la fotografía de una llamarada con forma de diablo, que ocupa casi toda la puerta principal del templo de Quinchía, como si hasta él quisiera escapar del fuego. De ser cierta, tiene profunda simbología. Si es producto del ‘photoshop’, es una obra maestra.
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