Álvaro Gartner


La carrera 23 fue señorial vía bordeada por viviendas de gente distinguida, almacenes de dueño conocido que saludaban al cliente por su nombre, una que otra tienda y puestecitos de dulces en algunas esquinas. Váyase a saber cuándo se transformó en el vergonzoso sanandresito que es, desde el otrora Parque Olaya hasta Milán, plétora de bulliciosas ofertas de cargazón, hoteles de variada índole con tendencia a la baja, restaurantejos de corrientazos y aceras cundidas de ventorros de cuanta ordinariez hay.
Dueños de esa arteria, y algunos barrios, fueron los genéricamente llamados 'locos', cuyas extravagancias hacían las delicias de los muchachos y la perramenta; escandalizaban el beaterío que copaba iglesias y asustaban a las colegialas que ascendían a minifalda las recatadas sayas escolares, para pasear sus bellezas al caer la tarde.
Locos como Aguacate, de mirada torva, espalda encorvada, sombrero informe y saco de paño hasta las rodillas, infundían pavor. Fue pionero en el arte de exigir limosna y los sabihondos del centro aconsejaban no darle, pues era dueño de la mitad del páramo. Cuando gritaban su apodo, de lejos, claro, de su boca cuasi desdentada brotaba un torrente de palabrotas que admiraría a reguetoneros y cantantes paisas de carrilera actuales. Y si el grito se repetía, llovía aguacero de piedras que cargaba en los bolsillos.
A Quijano, el intelectual cuya mente se extravió por senderos inexplorados, lo respetaban. Característica era su figura con borsalino alón ladeado a la bohemia, traje negro raído, bigote entrecano y un cartapacio de papeles amarillentos bajo el brazo, con caricaturas propias y ejemplares de su periódico 'El Diablo', de lenguaje enrevesado, que vendía por cualquier centavo.
De cuando en vez, las dominicas del kínder de Nuestra Señora le daban almuerzo, sentándolo en taburete de cuero a mitad del patio. Mientras comía, dibujaba en el suelo círculos concéntricos cruzados con líneas rectas y ponía un grano de arroz en las intersecciones, para observar el orden en que los picoteaba una gallina que allí criaban.
Al silencio del filósofo oponía sus altisonantes saludos Juan Manuel Trujillo de la Torre, chiflado estrato 6 que entraba y salía de La Cigarra con caminar enérgico, como si tuviera asuntos muy importantes. Vestido y chaleco de color habano y corbatín púrpura eran el atuendo del jamás posesionado y nunca destituido alcalde de Neira.
Reina de El Hoyo fue Juana Cuatro, a quien el maestro Tulio Arango volvió música su apodo en boca de muchachos, los carrerones para perseguirlos y los madrazos de frustración al no alcanzarlos. También los disparaba Adelita, expendedora de panelitas de figura fantasmal y ojo supurante. Se la provocaba preguntándole: “¿Adelita, vende cucas?”, por el placer de escucharle el “vendo a su madre, h.p.”.
Motor, Tigo y Tú era el único personaje típico que entraba a las casas a encerar pisos. Salía caminando hacia atrás, como si sacara el carro del garaje. En mitad de la calle metía un cambio imaginario y corría falda abajo. Llevaba un transistor pegado a la oreja y decía la hora exacta con nasalidades turbayanas.
Mirada dulzarrona tenía Ananías el Loco Bendiciones, militar imaginario de sombrero y zurriago poblados con pequeños cachivaches, a manera de condecoraciones. Pedía limosna rascándose los bolsillos del pantalón y cuando le requerían la bendición, la rayaba en el aire con solemnidad episcopal.
Angelillo el Sobandero no era loco, pero parecía, con su aspecto cetrino y desgarbado, ojos verdes saltones, sonrisa inquietante y calva prematura que tapaba con largos mechones laterales, rubios a fuerza de agua oxigenada. Decían que vivía en una cueva por Campohermoso y era peligroso para los muchachos, por ejercer su oficio de kinesiólogo con mujeres y hombres por igual.
Otros transeúntes cuyas figuras poco comunes les valió diploma de personaje típico, fueron: Los Margaritoños, padre e hijo, de quienes nunca se supo de dónde venían ni para dónde iban. El único desvarío de Orejas de Burro al Trote fue tener aurículas desmesuradas y el de Dientes de Morder a Cristo en el Callejón de la Amargura, ostentar incisivos casi horizontales.
Dementes o no, todos los conocían y eran parte del paisaje de una poblazón con ínfulas de ciudad. Desaparecieron sin dejar sucesión y al caer en el olvido, la memoria colectiva se borró un poco más.
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