Ricardo Correa


El pasado 17 de marzo once militares fueron muertos a manos de las Farc en Arauca. El 21 de marzo, en este mismo departamento, treinta y tres guerrilleros perdieron la vida por un bombardeo de la Fuerza Aérea. Catorce de ellos eran menores de edad. Como cierre, el 26 de marzo, treinta y seis subversivos murieron en un último ataque de la Fuerza Aérea. En un plano superficial es la confirmación de que los ataques aéreos siguen siendo el arma clave de la Fuerza Pública en la guerra contra las Farc, y también de que esta guerrilla ha incrementado su capacidad de combate y de daño. Analistas y opinión han alabado las dos acciones contra la guerrilla y han planteado cuestionamientos sobre las fallas que permitieron la muerte de los soldados.
El día de ayer, el director de Medicina Legal Carlos Eduardo Valdés indicó, respecto a la operación del Meta, que estaban cotejando huellas dactilares y que en los próximos cuatro días tendrían plena identificación de todos los fallecidos, para así poder contactar a las familias. Esta sencilla declaración, rutinaria en estos eventos, nos ofrece una oportunidad para hacer una reflexión sobre una dimensión más profunda de esta guerra: la muerte prematura y violenta de miles de colombianos, y en últimas, y más importante, de seres humanos.
Según información suministrada por la Corporación Nuevo Arco Iris, con base en información oficial, del 2009 al 2011, la Fuerza Pública ha sufrido 7.500 bajas, de las cuales 2.100 han sido muertes y 5.400 heridos en combate, de éstos un alto porcentaje quedan mutilados y lisiados de por vida. Solo entre enero y febrero de este año esas bajas han sido de 228. Por eso, cuando se escuche el argumento de que ‘se está ganando la guerra’, es bueno recordar estos números, y más especialmente, a los en su mayoría jóvenes que pierden la vida o ésta les queda partida en dos y para siempre.
Los guerrilleros que mueren tienen familias y dolientes. Generalmente son campesinos humildes que han vivido en aquellos sitios en los cuales la guerra es ineludible y el ingreso a la guerrilla termina siendo un destino cruel al que es difícil hacerle el quite. Con el paso del tiempo hacen de la guerra su modo de vida.
Y los civiles sí que ponen su cuota de sangre en este conflicto. Sobra la referencia a los miles de muertos y secuestrados y millones de desplazados. Lo más fresco que podemos tener en la retina son las imágenes de los habitantes del Cauca asolados por las Farc.
Es cierto que la guerrilla, y por ende sus miembros, ha cometido las peores barbaridades, ha llevado el dolor a millones de colombianos, ha sembrado el terror y la muerte en campos y ciudades. Pero también lo es que el rescate de la humanidad de quien la sociedad ve como su enemigo es un paso fundamental para ir tejiendo una malla que sea soporte para la paz, derecho al que no podemos renunciar.
Si en cada consideración que hagamos sobre la guerra que vivimos tenemos en cuenta la humanidad de aquellos que la ejercen o que sufren directamente sus consecuencias, sean perpetradores o víctimas, con toda seguridad podremos ir moldeando otra perspectiva, la cual nos permitirá con certeza abrir caminos no violentos para resolver el conflicto.
La ruta que estamos siguiendo lo único que nos garantiza es la perpetuación de la violencia. Parece que la ilusión del “fin del fin” está quedando atrás, y lo que se evidencia es un círculo vicioso que día a día trae su cuota de muertos, de destrucción, de sufrimiento.
Cambiar el lenguaje es un buen inicio, y en este sentido se observan algunos pequeños pasos positivos en las declaraciones del Ministro de Defensa; sin embargo, hay que ir mucho más allá, por ejemplo, lamentar sistemática y sinceramente la muerte de los guerrilleros, darle buen trato a los detenidos, a los heridos, a aquellos que están en las cárceles.
Sería bueno mirar qué tanto el lenguaje de la guerra y la violencia está presente en nuestra vida cotidiana, y al observarlo conscientemente comprometernos en no usarlo más.
La compasión con el enemigo es una virtud humana que demuestra una gran fortaleza de quien la manifiesta. Con seguridad, este camino nos llevará a la paz. Eso sí, requiere disciplina y constancia.
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