Eduardo García A.


Tachia Quintanar tiene los mismos ojos grandes de muchacha asustada y la voz firme, rápida y segura de actriz y recitadora de poemas que ha sido siempre en escenarios iluminados por una tenue luz de silencios. Los mismos ojos que parecen devorarse el mundo 360 grados a la redonda en medio de Georges Mustaki y Paco Ibáñez en el París de los 80, y en Estocolmo, en 1982, cuando su exnovio Gabriel García Márquez recibió el Nobel de Literatura, un cuarto de siglo después de concluida su historia de amor parisina.
García Márquez fue tan fiel a esos amores que no solo invitó a Tachia a Estocolmo a acompañarlo en la culminación de su fantástica aventura literaria con final feliz, sino que compró sin mirarlo el apartamento situado debajo del suyo en pleno Saint Germain, a unos pasos de la editorial Gallimard, en uno de los sitios más exclusivos de París, donde ella vivió por décadas feliz al lado de su esposo ruso y de su hijo Rozof, un conocido músico contemporáneo.
A sus 87 años de edad, Tachia, menuda, alerta, sonrisa amplia de generosidad invencible y dicción firme de combatiente en épocas de guerras, dictaduras y desastres sin fin, es la misma bella muchacha ágil e infatigable que se esfuma o reaparece por acto de magia en lugares concurridos, kermesses, actos solidarios, fiestas o cenas de amigos donde se le ve activa como personaje de tragedia griega.
Su apartamento en el sexto piso está lleno de cuadros de la recién fallecida pintora y amiga Lubianka, huevos blancos y misteriosos del escultor Krasno, y otros artistas que le han interesado en esta vida transcurrida entre su amada Bilbao y el París inagotable donde recaló en los años 50, entre los ajetreos de exiliados españoles que huían y complotaban contra la dictadura de Francisco Franco.
Va de un lado para otro, atenta a que los comensales, algunos de los cuales llegan espaciados por razones de trabajo, tengan a tiempo las exquisitas raciones preparadas durante el día con Zeher Hay Harb, una de las grandes amigas del Nobel colombiano. Entrada, plato central, postre, vinos, se suceden en la mesa redonda donde Marino, Julio, Ingrid y su esposo, Angélica, Anabella, Eduardo y Floresmiro departen con animación sobre diversos temas en este sábado lluvioso de agosto de 2015 en tiempos de canícula.
La primera vez que vi a Tachia fue en la Casa de poesía Silva de Bogotá hace unos años, cuando se celebraba el centenario de un viejo poeta piedracielista y la vi llegar con agilidad juvenil frente al escenario, en una sala donde ya no cabía una aguja. Como siempre, de un momento a otro se esfumó antes de que se fuera la luz y al final los contertulios tuvieran que departir iluminados por velas como en los viejos tiempos santafereños. Después supe que residió por esas fechas en la Candelaria, feliz de estar en ese país adoptivo donde sueña con presentarse de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad representando su versión original del Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo.
Tachia muestra los lugares por donde vivieron su historia de amor: el bar noctámbulo La Escala, lleno de latinos y tamboreros, el cine de arte Champolion, intacto en la misma esquina, el hotel de la rue de Cujas donde Gabriel escribió El coronel no tiene quién le escriba, cuyo personaje evoca los meses de vacas flacas que vivieron ella y él juntos, ahí en ese hotel y en el estudio de la calle Assas donde residía la bella muchacha española enamorada de un joven colombiano flaco y bigotudo como un árabe, que solo sabía escribir y fumar y no tenía un solo franco en esos terribles años en blanco y negro de los tiempos de la posguerra europea y la violencia en Colombia.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento del éxito, la fama y la riqueza, el mismo joven flaco, ahora rozagante y acicalado, con las uñas manicuradas y luciendo mocasines Gucci, solía, con el pretexto de que se le habían acabado los cigarrillos, bajar al Bulevar Saint Germain de sorpresa a comprar una libra de caviar de Beluga, el más caro de todos, porque Tachia se había referido a ese producto durante la tertulia y él quería sorprenderla.
Otras veces he vuelto a ver a Tachia: en alguna kermesse latinoamericana en Montreuil donde leyó poemas, en un comedor comunitario y activista junto al tradicional mercado de Aligre, frente a la vieja sede de la Sorbona o en el dieciochesco palacio donde está la Casa de América Latina, entre otros lugares.
En las noches de invierno Tachia cruza el bulevar a toda velocidad enfundada en elegante abrigo negro y bufanda de cachemir, o en los días de verano va vestida muy sencilla con prendas de algodón blanco o color crema, devorando calles y avenidas con tanta energía, que una amiga, tras caminar con ella todo el día y sentirse agotada, no se atrevió a decírcelo, pues “cómo le voy a decir a ella que soy yo la que estoy cansada”.
Esa es Tachia Quintanar, de la pura estirpe de la España luchadora sobreviviente de todas las atrocidades e infamias posibles, la España de rebeldes de la palabra, que como Cervantes, Quevedo y Valle Inclán hacen crujir las palabras de una lengua sincrética.
Porque ella es la palabra encarnada, voz, voluntad, de quienes aman la poesía.
Ahora en este verano ella revisa de nuevo el texto de su monólogo pues desea ajustarlo y buscarle nuevas esquinas dramáticas, porque piensa seguir presentándolo en los escenarios y ojalá de nuevo en Colombia.
Quienes tenemos la fortuna de conocerla y compartir la misma ciudad, sabemos que contamos con ella, sin misterios, reverencias y zalamerías, solo guiados por el arte, la amistad y la vida que fluye de los bulevares.
Con ella cerca, nunca habrá Cien años de soledad.
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