Eduardo García A.


El viejo sitio donde se encontraba el mercado popular de Les Halles, conocido en los tiempos de Víctor Hugo, Balzac, Jules Vallès y Emile Zola por los pabellones férreos construidos por el arquitecto Víctor Baltard en 1854, y donde se aglomeraba toda la población en busca de los productos básicos para la mesa familiar o los intermediarios para surtir restaurantes, tiendas, queserías, pescaderías y carnicerías, sigue generando discusiones y polémicas bien entrado el siglo XXI.
Cuando a comienzos de los años 70 se desmanteló el lugar para trasladarlo a Rungis, en el sur de París, muchos protestaron por la destrucción de los pabellones Baltard, considerados joyas arquitectónicas y cuyos hierros retorcidos lloraban quienes añoraban las novelas, poemas, ensayos y pinturas realistas que esas edificaciones inspiraron en el obsceno y literario siglo XIX.
La decisión sanitaria argumentaba que el mercado se había convertido en una verdadera amenaza higiénica para la ciudad, como mostraba la población de roedores de todos los tamaños y especies que según las leyendas contemporáneas falsas o ciertas comprendieron con inteligencia el fin de una época y se trasladaron intuitivamente hacia el nuevo lugar, abandonando en la soledad el hueco que como un cráter dejado por un meteorito rectangular venido de los confines del universo, se convirtió en una herida abierta en medio de la ciudad, a unas cuadras del Sena, Chatelet y Notre Dame. Una herida que no sana, que sigue doliendo en el ombligo de París, centro de todos los centros, confluencia de todas arterias, nervios, tendones, huesos y vasos sanguíneos de la urbe.
Yo veía con estupor esa oquedad ominosa desde la calle Montorgueil o desde la iglesia gótica de Saint Eustache, donde está enterrado Colbert y confirmaron al niño Luis XIV y al mismo tiempo oía y veía las maquinas aéreas que con bolas enormes de acero seguían derribando los muros de las viejas edificaciones decimonónicas cargadas de vida e historias, lugares donde residió una población popular que circundaba el lugar en medio de la algarabía de bistrots y restaurantes, las ocurrencias de los borrachines o la agilidad de las verduleras o los vendedores que a gritos ofrecían pescado, carne de res o de cerdo, vegetales, legumbres, hierbas, aves y todo tipo de animales vistosos cazados en los campos de la Francia profunda como el faisan o el jabalí o los exquisitos ortolanes.
Durante meses, quizá años, el hueco siguió ahí hasta que colocaron una construcción que siempre fue considerada esperpento provisional, rodeada a su vez por edificios modernos de apartamentos de baja calidad que poco a poco se deterioraban y convertían el lugar en una inhóspita zona turbia en medio de la ciudad. Décadas después el lugar fue derruido de nuevo y la alcaldía convocó a una serie de concursos arquitectónicos que siempre se aplazaban en medio de debates y polémicas sin fin entre vecinos y expertos, que finalmente tuvo que ser definida para dar paso a la nueva e híbrida construcción que emerge hoy y causa escepticismo.
En este comienzo de 2017 ya está abierta desde hace unos meses la parte cubierta por una bizarra Canopea de fibras livianas, un Objeto no identificado de color amarillento que no logra seducir tampoco a vecinos, observadores y expertos, y como si fuera poco los arquitectos se atarean en corregir un sorpresivo defecto y tratan de hallar una solución a las múltiples goteras inesperadas y poco bienvenidas que la estructura sideral deja filtrar en tiempos de lluvia. Bajo la estructura ondeante y en capas como una nave interplanetaria oval, donde hay gimnasios, tiendas, escuelas de arte, restaurantes y sitios de comida rápida, se encuentra la entrada a una gigantesca y profunda estación múltiple por donde pasan varias líneas del metro y el tren de cercanías llamado RER, que lleva a lejanos suburbios populares.
Por medio de escaleras eléctricas que nos introducen a un dédalo de tiendas de mercancías de todo tipo, marcas de ropa juvenil o deportiva, productos de computación o eléctricos y otros lugares como un centro de proyección de cines alternativos, experimentales o clásicos de diversas épocas, el hueco de Les Halles se hunde decenas de metros en la tierra, hasta las entrañas mismas de la ciudad, compartiendo vecindad con los enormes laberintos del desagüe profundo poblado por millones roedores de todos los tipos y todos los tamaños, habitantes legítimos del asentamiento desde hace dos milenios.
Al otro lado, desde la entrada de la Canopea se ve la vieja y cilíndrica Bolsa de Comercio con su cúpula amable, que se convertirá en un museo de arte contemporáneo y mientras tanto tratan de rehabilitar la zona verde que se encuentra aun en obras y tardará en un tiempo en abrirse para que se pueda tener una nueva idea de como va a quedar el lugar. La escultura de un cabeza megalítica yace junto al templo gótico y todo se ve en obras como ha ocurrido siempre desde hace ya más de cuatro décadas.
Y ahora, yo, el otro y el mismo, paseo de nuevo con aire familiar de viejo conocido por este centro que sigue siendo el ombligo de la ciudad y ahora de toda la región parisina, pues aquí llegan desde todos los puntos cardinales gracias al RER los jóvenes de los suburbios de diversos orígenes que escapan al aburrimiento de sus barrios para venir a París a dar un paseo y comprar las prendas y los objetos electrónicos que se venden en este enorme centro comercial, no solo vientre sino cordón umbilical múltiple de la nueva megalópolis del futuro que borra sus fronteras, umbrales y periféricos que eran como murallas del pasado.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015