Eduardo García A.


Los latinoamericanos de siempre y los recientes, buscan desesperadamente los íconos que mitiguen su desesperanza; con cierta ingenuidad de calibanes ilustrados buscan a ciegas ciertas palabras capaces de encantarlos y a falta de mil héroes milenarios, que no los hay, por desgracia, tratan de levantar estatuas nuevas, en donde solo hay arena movediza. José Martí, Farabundo Martí, Sandino, Mariátegui, Ponce, Gaitán, el Che, surgen desde su inevitable ceniza hacia los altares vacíos, con la facilidad de las vírgenes, desde Fátima hasta la Guadalupe, pasando por la de Piendamó o la de Lourdes.
José Vasconcelos (1882-1959), como Vargas Vila y Barba Jacob, no ha cabido por suerte en los estandartes de la furia porque su sola presencia allí, en la bandera, provocaría un incendio irremediable. Es difícil que con sus nombres se organicen Frentes de Liberación inéditos. Vasconcelos, Barba Jacob y Vargas Vila vivieron la derrota como profesión. Estaban irremediablemente estructurados para el fracaso.
Mientras los dos colombianos desandaban las sendas de un exilio contradictorio -el uno millonario, trasladándose de un palacio a otro; Barba Jacob, borracho, marihuano y hambriento, pero igualmente principesco-, el mexicano llegaba a Colombia en 1930 tras su derrota electoral de 1929 en México a provocar la admiración de los doctores y ganar jugosas cantidades de dólares por sus conferencias, gracias a la ayuda de los Santos, los Nieto y hasta de Gilberto Alzate Avendaño.
"Ningún funcionario patrocina al huésped" -dice Vasconcelos- "clubes sociales, en su rama de literatura e ideas, inician y organizan, pero concurren todas las clases al agasajo al escritor. Cada ciudad mantiene un pequeño teatro muy decoroso. Y para las conferencias, los actos culturales, las señoritas hacen de billeteras y acomodadoras. Un público enterado y generosamente dispuesto, pródigo en el aplauso, llena la sala. Nunca falta orador local para la presentación del visitante. Terminado el acto público, el conferencista es recibido en el club social, donde se sirven refrescos y panecillos, cocteles, y, a menudo, la champaña, que tanto gusta en Sudamérica, la afrancesada. De mañana, al día siguiente, los jóvenes de la comisión de Hacienda, entregan al disertante un sobre con cien o doscientos pesos oro, producto de la entrada de la noche anterior. Gracias a esa cooperación liberal y eficaz, Colombia mantiene contacto con hombres de letras del mundo hispánico y se halla al tanto de los problemas y el pensamiento del ahora".
En ningún otro país de Sudamérica encontró la amistad y el oído que le prodigaron en Colombia. Recibido como si se tratara de un político local y sin que le aplicaran ningún decreto de expulsión, opinó sobre política interna, indicando las vías que debía tomar Colombia y fustigando precisamente al presidente electo, Enrique Olaya Herrera, liberal, porque lo consideraba el agente directo de los intereses yanquis en un país que había sido gobernado por una extraña y larga hegemonía conservadora.
Agrega: "En Colombia, los adinerados, los dueños de los negocios y la banca eran los liberales, porque habiendo vivido en la oposición, en un país civilizado, se habían podido dedicar a los negocios, en tanto que los conservadores, apegados al Gobierno, vivieron en casa de cristal, no pudieron hacerla de negociantes y de gobernadores". Pese a que se le había dicho que en Colombia le tocaba estar al lado de los liberales y de los masones, estaba dispuesto a congeniar con los que estuvieran más lejos de los yanquis. En Colombia, pensaba, el liberalismo consistía en estar al lado de Washington. "¡Mil veces con Roma!", gritaba Vasconcelos: La Roma del Duce y de Laureano Gómez.
Desde Barranquilla lanza proclamas invitando a los jóvenes a superar las contradicciones entre conservatismo y liberalismo. Prefería que se desarrollara un nacionalismo que atenuara "la supeditación de la economía colombiana a Nueva York y a la casa Mellon", provocada por el liberal Olaya Herrera. Luego va hacia Cartagena de Indias, se desguinza por el Magdalena arriba en un hidroplano de selva, y llega a Medellín, donde Gilberto Alzate Avedaño "me allanó obstáculos, me acompañó en cada momento; congregó en torno mío un grupo de bravos muchachos que, a semejanza de los venezolanos de Barranquilla, se hicieron mis aliados, mis correligionarios en la causa de América".
Luego llega a Girardot y después a Bogotá, donde "las estaciones comenzaron a verse llenas de gente". En la estación lo abrazó Eduardo Santos, de El Tiempo, mientras los bogotanos gritaban, "¡Viva Unamuno!" y después "¡Viva Vasconcelos". Luego de que lo hospedaran en una "pensión distinguida", conversó con López de Meza, su "talentoso amigo de París", y con Ismael Enrique Arciniegas y con los legendarios "Leopardos", Ramírez Moreno, Carreño, Silvio Villegas y Eliseo Arango, los ases de la oratoria ciceroniana, y amigos de acabar con la contradicción liberal-conservadora. Después de visitar el salto del Tequendama, caminó por las calles, en donde los vendedores ambulantes ofrecían con gritos, el último best-seller: ¡Doña Bárbara del venezolano Rómulo Gallegos!
En Tunja le sale al quite la inevitable serpiente de la sensualidad, encarnada en Mercedes. Charla con ella bajo la penumbra y se enamora locamente de ella, mientras bailan. Su voz suave, como de una hermana, pero sin la filialidad represiva, lo encanta y lo hace pensar en abandonar todo, casarse y perderse en el Amazonas con un millonario que le ofrece "sinceramente" compartir la fortuna selva adentro, alejados de todo. La chica le pidió que algún día escribiera de eso. Y en el exilio, solitario y amargado, cumple en "El proconsulado", el cuarto libro de sus "Memorias", la misión de eternizar ese inesperado quite de la culebra erótica que siempre lo persiguió por el mundo.
Después abandona la "Atenas sudamericana", pasa por Pereira, Manizales, Cali, y llega a Popayán, donde es recibido por Guillermo Valencia, otro poeta que quiso ser presidente y fue derrotado. Al final, se despide de Colombia con seis mil dólares que le ayudarán a sostener "La Antorcha", arriesgándose a cruzar hacia el Perú, por la misma peligrosa Olla del Patía tropical, llena de víboras y traiciones, por donde habían caminado Bolívar y Sucre.
En esas alturas inhóspitas y alejadas de la civilización, en medio de culebras, rayos, centellas y mosquitos, encontraron un pueblito donde había una sala de lectura con ejemplares de "El Maestro", que él había editado hace tiempos en la Universidad de México. De entre el matorral, un hombre separó las lianas y matando los terribles mosquitos que se aferraban a su cuello, le dijo a Vasconcelos: "Como ve usted, no nos era desconocido...". Luego una enorme boa constrictor que pasaba casualmente por allí, se enroscó en un tronco y le gritó con ojos de emocionado brillo: ¡Que viva Vasconcelos!".
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