Jorge Alberto Gutierrez


En noviembre del año pasado celebramos cincuenta años de habernos graduado de bachilleres en el colegio jesuita de San Luis Gonzaga. Luego de las pesquisas y convocatorias de rigor se abrió un chat para motivar la participación y garantizar que la fiesta conmemorativa fuera, como en efecto lo fue, una emotiva reunión de exalumnos nutrida de recuerdos, buen humor y de una camaradería que nos sorprendió gratamente, por la vigencia de los afectos que habían iniciado más de medio siglo atrás.
Acabadas las fiestas el chat continuó. Casi todos hemos participado de una u otra manera con más anécdotas, más caricaturas, felicitaciones o pésames cuando ha sido del caso, hasta que irrumpió de un golpe el sectarismo político, justificado en aseveraciones insólitas como aquella de que estamos en un gobierno “Castro-Chavista”, o que las vías de cuarta generación son para morirse de sed pues con la venta de Isagén perderemos el agua, o repitiendo los estribillos incendiarios de que votar afirmativamente el plebiscito anunciado para refrendar los acuerdos con las Farc, sería entregarle la conducción del país a la barbarie. Todo ello por supuesto, elimina de tajo la posibilidad de una discusión medianamente civilizada, y es una radiografía en alta definición de lo que acontece hoy en Colombia.
“Se reúnen para envenenarse”, decía una amiga de algunas de sus amigas, refiriéndose a ese afán destructivo y morboso que no se veía desde los tiempos de Laureano Gómez o Monseñor Builes, quienes instigaron denodadamente la polarización de la violencia bipartidista que azotó al país entre los años 46 y 64 del siglo pasado, con consecuencias de horror representadas en los más de 200 mil muertos que dejaron sus arremetidas sectarias. No es asunto de hacer política sino de cómo se hace el “homus politicus” al que se refería Aristóteles, es aquel que tiene la capacidad de asociarse políticamente con sus congéneres para crear sociedad, con el único objeto de organizar la vida en la ciudad.
La ética es consustancial a la política, alcanzar consensos para el bienestar de la sociedad solo puede lograrse con un proselitismo responsable y veraz que permita mediante el debate democrático, rigurosamente fundamentado, alcanzar el poder, por eso el “arte” del engaño para ganarlo elimina cualquier tipo de legitimidad, vicia su ejercicio, aquello de que el fin justifica los medios enseñaban los jesuitas es una desviación inaceptable del objetivo.
Un país en el cual el presidente en ejercicio y su antecesor no “puedan” coincidir en un sepelio para consolar a los deudos puesto que se valen del dolor de sus conciudadanos para dizque demostrar sus convicciones políticas, es un país que se aleja a pasos agigantados de la civilización, que permanece enfrascado en un círculo vicioso por la legitimación que desde el poder, se hace de su ascendiente violento inseminado en nosotros por los que en nombre de Dios iniciaron la conquista de América.
En una columna reciente en el periódico El Tiempo, contaba el padre Jesuita Francisco de Roux para explicar la polarización que vive el país, que hace poco, cuando fue invitado a una conferencia para dirigentes empresariales, los organizadores del evento le advirtieron: “No puede hablar de paz, porque la paz divide”. Semejante contrasentido deduce el padre de Roux más adelante, se debe a que “...el problema no está en que la paz, por su centralidad e importancia en la construcción de lo público, sea un asunto político sino que hicimos de lo político no un ágora de debate, negociación y acuerdos entre posiciones distintas, sino un campo de agresión, señalamiento y exclusión”.
Las interferencias que amenazaron con romper la comunicación de la promoción Gonzaga del sesenta y cinco fueron conjuradas por el llamado de algunos compañeros que pidieron recuperar el sentido para el que se había configurado este espacio en la red, su solicitud fue acatada unánimemente y regresaron los chistes, las caricaturas, las felicitaciones, y la camaradería volvió para recuperar el espíritu que nos ha cobijado durante los últimos diez lustros.
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