Carolina Martínez


Me parece que a mí no me sienta tan bien la Navidad. No sé qué pasa, pero no es una época que me colme de alegría. No es tan fácil ser feliz solo porque es diciembre. Y menos si llueve.
No tengo una explicación, es algo en el alma. Algo que no me deja salir contenta a comprar regalos para quienes no los necesitan. Pienso en los niños que no reciben nada, en los que están en la calle y tienen hambre, en los que están hospitalizados y enfermos, en los que están solos. Y veo este consumismo tan inútil, tan injusto y tan desmesurado y frívolo.
Y pienso también en las mamás y los papás de esos pequeños que le piden al Niño Dios todo lo que han soñado durante el año: play station, computador, tablet, bicicleta, carro y casa de la Barbie, ropa y zapatos de marca, y los veo dispuestos a endeudarse y gastarse hasta lo que no tienen para darles gusto, y también me parte el alma. Tendrán que trabajar todo el año entrante para pagar los regalos, y me da tristeza que eso no les importe con tal de que sus hijos no envidien a primos, compañeros de colegio ni vecinos. Y como además tienen que compensar la falta de tiempo y atención que sufren sus retoños porque ellos tienen que salir a trabajar todos los días para pagarles sus lujos, los papás piensan que vale la pena.
Y es que los muchachitos no tienen compasión. Les importa un carajo cuánto tienen que trabajar sus padres para que ellos puedan jugar play station. Les vale cinco si su mamá tiene que trabajar meses enteros o fregar pisos para que ellos se aplasten frente a una pantalla a engordarse y disociarse. La prueba es que piden igual después de que se enteran de que el Niño Dios son los papás, como si plata y regalos llegaran a la casa por entre la chimenea. Todos son igual de crueles. Y no tienen la culpa, llenos de regalos no son capaces de imaginar siquiera el esfuerzo que han hecho para que ellos sean felices -por lo menos mientras los destapan- porque por estar ocupados trabajando, sus papás no han tenido tiempo de enseñarles el valor del dinero, ni el de la vida.
Y los veo en los centros comerciales, felices, papás gastando en estupideces que estupidizan a sus hijos, matados; que nadie note que no tienen con qué. Que se vea la abundancia debajo del árbol de Navidad es lo importante, no importa si están desocupadas las cuentas bancarias. Que todos amanezcan repletos de juguetes y ropa y que no importen los corazones vacíos, como los estómagos de los niños que sufren de hambre.
Y eso sí, rece que rece novenas, que eso es mejor rezar que ayudar al prójimo. Y arregle la casa, compre adornos de Navidad porque los que tiene están pasados de moda, arme el árbol y llénelo de maricadas, haga buñuelos y pavo, coma que coma, ocúpese mucho para no pensar y mucho para no sentir, compre que compre, empaque regalos, organice la fiesta, beba que beba y olvídese del resto del mundo, que no es nada suyo, y dedíquese solo a su adorada familia y a darles gusto. Siga pensando que todo lo remedia dándole un regalito a un pobre, y cuando su empleada del servicio le pida el aumento del año entrante mírela mal y súbale mil pesos. Cómprele de aguinaldo una bufanda de diez mil y mándela a vacaciones sin pagárselas, que ella ni su familia comen cuando usted se va a las suyas. Y cuando rece la novena, pida un año lleno de paz, abundancia y amor para usted y los suyos…
Y como por los méritos de mi infancia nada le será negado, también pida que no llueva más por favor.
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